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25 enero 2022

Releer a Galdós en el siglo XXI

Aclaro para empezar que no soy galdosiano aunque sí lector frecuente de Galdós. Lo digo porque, aunque parezca que lo segundo debe ser la condición para lo primero, no siempre ocurre así. De hecho empiezo a sospechar que el número de galdosianos sobrevenidos con motivo del reciente centenario de la muerte del escritor canario ya gana por goleada a los simples mortales que leen o han leído a Galdós en algún momento de sus vidas. Yo soy uno de esos simples mortales y ni tan siquiera puedo decir en mi descargo, como hacen algunos, que empecé a leer a Galdós antes de soltar el chupete o desde que llevaba pantalón corto.

Mi acercamiento a la obra galdosiana fue mucho más tardío, esporádico y asilvestrado, así que no tengo nada de lo que presumir por ese lado: ahora una obra de teatro, dentro de un año una novela y alguna que otra vez un episodio nacional. Y pare usted de contar, salvo que añada que de pequeño no me perdía la emisión en Radio Nacional de España de lo que entonces me pareció una magnífica dramatización de los Episodios Nacionales, con los que aprendí a compartir las penas y las aventuras del bueno de Gabriel de Araceli. Cuando tuve la oportunidad de leer la primera serie de los Episodios, Araceli era ya para mí un viejo conocido.

Si me preguntan si me gusta el estilo galdosiano no podría decir ni sí ni no sin dudarlo un segundo, aunque ese es un criterio que suelo aplicar a cualquier escritor cuya obra caiga en mis manos: siempre hay aspectos con los que se disfruta y otros que fatigan o irritan. En Galdós se puede encontrar de todo esto en abundantes cantidades. Aprovecho también para advertir de que si no quiero pasar por galdosiano menos quisiera parecer crítico literario; hablo solo desde el punto de vista de un lector que lee mucho y que, como cualquier otro en su lugar, tiene sus gustos y sus fobias. Del estilo de Galdós es justo valorar ante todo su portentosa capacidad para definir caracteres humanos y dotarlos de vida propia, tanto por la descripción física de los mismos como por las virtudes morales que los adornan o de las que carecen.

Los chispeantes diálogos galdosianos - mero costumbrismo para los más puristas -  revelan un profundo conocimiento de las expresiones lingüísticas de los grupos sociales de la época, así como una suerte de ternura irónica que Galdós no niega ni siquiera a algunos de sus personajes más abyectos: en todos hay siempre un resquicio de humanidad que, por pequeño que sea, redime de la condena inapelable del lector. Pero Galdós era también un hijo de su tiempo que no ignoraba el gusto de los lectores a los que se debía: esto hacía que su vena de sentimental incorregible se materializa en largas escenas folletinescas capaces de poner a prueba la paciencia del lector más curtido, incluyendo el que suscribe.

Pero más allá de cuestiones estilísticas siempre controvertidas, creo que si algo caracteriza por encima de otras consideraciones la ingente obra galdosiana es su profundo sentido ético y moral. Pertrechado de ese espíritu recorrió nuestro escritor la tormentosa historia española del siglo XIX, que diseccionó con una profundidad que no encontraremos en ningún otro autor de su generación. Personalmente ese es el Galdós más genuino y el que más atrae con permiso de escritores como Javier Cercas, para quienes un autor tal vez debería refugiarse en una suerte de torre de marfil y abstenerse de cualquier compromiso con la realidad de su tiempo.

Galdós nunca hizo nada de eso, sino que se remangó y se metió de lleno en el barro: en sus obras, particularmente en los Episodios Nacionales, puso en solfa una España plagada de frailes, monjas, curas, nobles decadentes, traidores, afrancesados, reyes felones y espadones. Deplora el atraso secular del país, el estado de sus caminos y fondas, la miseria moral y material, la superstición, el uso de las instituciones para el lucro personal y la prebenda de por vida, la conspiración constante, la traición, y la falta de ética entre quienes deberían dar ejemplo.

Galdós no ahorró ironía mordaz en la descripción de una España que perdió el tren del siglo XIX en mil y una batallas estériles, atrapada entre un pasado de grandeza marchita que nunca regresaría y un futuro que se presentía pero que se resistía a hacerse realidad. En ese ambiente surgen con inusitado vigor moral los personajes más nobles de Galdós, generalmente sencillos ciudadanos de a pie como los que protagonizan las distintas series de los Episodios. Ellos son para Galdós los llamados a regenerar un país casi analfabeto, sumido en el oscurantismo de las sacristías, las covachuelas de los intrigantes profesionales y los salones de palacio a los que se acudía a medrar y a solicitar prebendas y canonjías de la monarquía.

Salvando todas las distancias que haya menester, muchas de las reflexiones que encontramos en los Episodios o en muchas de sus obras de teatro son de aplicación a los revueltos tiempos actuales, prueba de que en algunos aspectos el país arrastra aún viejos atavismos y demonios de los que parece imposible librarse para siempre y que Galdós supo identificar y denunciar de forma certera. En resumen, mi modesta recomendación es ignorar olímpicamente las polémicas de campanario que más de cien años después de su muerte rodean todavía la figura de Galdós y leer sus obra con espíritu crítico y mente abierta, la mejor manera de rendirle reconocimiento y sacarle todo el provecho.

Nos queda la palabra

Parafraseo en el título un poema de Blas de Otero que he recordado cuando pensaba en cómo iniciar este artículo. Comienza así: "Si he p...