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06 abril 2021

Radio radiuna (Relato)


 I


Tal y como lo recordaba muchos años después, todo comenzó la mañana de un lejano día en el patio de la casa en la que vivía con sus padres y hermanos. Si no le fallaba la memoria, estaba sentado en un muro bajo adosado a una pared lateral y era tan pequeño que sus pies no le llegaban al suelo; hasta era probable que su madre, o tal vez su padre, le subieran allí al ser él demasiado pequeño para encaramarse solo al banco. Recordaba también que en el patio había un hombre y junto a él un burro o quizá era un mulo, aunque eso no lo sabía con toda seguridad. El hombre, al que sus padres llamaban Segundo, revolvía en unos grandes cajones colocados a ambos lados del lomo del animal y extraía telas de colores que su madre examinaba con ojos y manos expertas, preguntando por la calidad y el precio. Después de la visita y de alguna que otra venta, Segundo cerraba los arcones y arreaba el burro o el mulo y visitaba a otros vecinos para ofrecerles su mercancía. Al arriero y a su bestia de carga solo se les veía de cuando en cuando, tal vez porque los caminos eran malos y los bolsillos de la gente de la zona no rebosaban de dinero.  

La casa estaba al pie de una ladera, próxima a un barranco por el que corría un pequeño hilo de agua en verano que se acrecentaba al llegar el invierno. Entonces era peligroso vadearlo, aunque él había descubierto que poniendo los pies en unas piedras estratégicamente situadas podía cambiar de orilla casi sin mojarse. Sus padres no le quitaban ojo y le advertían de que tuviera cuidado de no caer, pero para él no había otro lugar mejor para jugar. Eran juegos simples, casi sin juguetes que, por otro lado, no tenía. De hecho, sus primeros juguetes se los trajeron años después los Reyes Magos tras pedirlos a gritos todos los días durante al menos una semana, aunque esa es otra historia. Lo que no se conoce no se añora y a él le bastaban unas piedras para pasar horas jugando con el agua; hacía con ellas un embalse en el centro del cauce y contemplaba embobado los rodeos que daba el agua para sortearlas o cómo, cuando la represa se llenaba, pasaba limpiamente por encima y continuaba su camino barranco abajo. En estos juegos también participaban unos primos lejanos de su misma edad, que vivían al otro lado del barranco y a los que a veces acompañaba a su casa, en donde merendaban café con leche y galletas con un rico sabor tostado.  

No había electricidad ni agua corriente en su casa, carencias que la familia sobrellevaba con naturalidad ya que casi nadie gozaba de aquellas comodidades, más propias de la ciudad. La falta de electricidad se suplía con velas y el agua se acarreaba desde el barranco en cubos. Además de algunas visitas al médico del pueblo más cercano, mucho más habituales de lo que le hubieran gustado, lo único que rompía la apacible tranquilidad de sus primeros años de vida eran las visitas de Segundo con su bestia y su muestrario de telas, pantalones, blusas, faldas, calcetines, calzoncillos, sombreros, hojillas y máquinas de afeitar, jaboncillos y peines, entre otras muchas cosas extrañas y maravillosas a sus ojos, muchas de las cuales vio por primera vez gracias al vendedor ambulante.

Aunque no eran solo aquellos objetos lo que atraían la atención del niño, sino los caramelos que Segundo le regalaba y que fueron también los primeros que probó en su vida. En realidad no recordaba si se los regalaba el vendedor o se los compraban sus padres al vendedor ambulante, aunque para el caso no daba lo mismo. Siendo sincero tenía que admitir que el sabor nunca le gustó del todo pero eran los únicos caramelos que había y tampoco era cuestión de remilgos por tan poca cosa. 

    II

Fue en una de aquellas visitas cuando ocurrió algo que marcó la vida del chico. Segundo había llegado por el estrecho camino que desde el barranco conducía a la casa, llevando de la brida al burro o mulo con sus cajones a cuestas. Como en otras ocasiones fue recibido con una invitación a café que nunca rechazaba, a la vez que iba soltando las cuerdas que sostenían las cajas de la mercancía sobre el animal. De sus manos a las de la madre del chico circularon de nuevo telas de colores vivos, ropa y otros utensilios domésticos, que de todo llevaba aquella bestia sobre su lomo poderoso. Segundo era un hombre aún relativamente joven, de tez morena, alto y fuerte; sus manos de dedos cortos, gruesos y callosos revelaban que conocían las caricias del arado, el pico y el azadón. Con la soltura un poco torpe de quien no tiene por costumbre manejar objetos delicados, iba mostrando la mercancía y elogiándola como la mejor y más económica que se podía conseguir sin salir de las honduras de aquel barranco. 

El chico observaba sin perder detalle el proceso de compra y venta, acompañado casi siempre de un breve regateo con el que su madre buscaba ahorrar y el vendedor no irse de vacío. Fue entonces cuando su padre apareció por el camino que llevaba a los cultivos cercanos al barranco, en los que la familia plantaba papas, millo y algunas verduras para el consumo doméstico. Saludó a Segundo con un fuerte apretón de manos y le preguntó sin más preámbulos: 

—¿Se acordó de traer lo que le encargué la última vez que vino, don Segundo?

—Por supuesto, amigo —contestó el vendedor—. Ahora mismo iba a descargarlo y a enseñárselo.

—¿Cuánto me va a costar? —peguntó de nuevo su padre, al que siempre recodaba como una persona prudente cuando había que hacer un desembolso económico. 

—Lo que habíamos hablado, 4.000 pesetas —respondió Segundo.

El niño escuchaba sin entender casi nada. Pero, aunque no tenía ni idea de qué eran pesetas ni si «4.000» eran muchas o pocas, su expectación iba en aumento: ¿Qué sería aquello que su padre le había encargado a Segundo que costaba «4.000 pesetas»? 

Segundo bajó una caja alargada de la grupa del animal y la colocó con mucho cuidado sobre el murete, al lado de donde estaba sentado el chico. La abrió y sacó de su interior otra caja más pequeña pero de un color diferente: la que la contenía era tirando a marrón y esta parecía de un blanco un poco apagado. En su parte delantera tenía una especie de rejilla de tonos plateados y debajo una banda, alargada, estrecha y roja con rayas horizontales colocadas unas encima de otras; sobre esas rayas el chico vio escritos unos garabatitos blancos que no comprendió, aunque imaginó que serían las letras y los números que su padre le había dicho muchas veces que tendría que aprender para ser una persona de provecho, algo que tampoco sabía lo que significaba. Más abajo, casi en la parte inferior, había unas teclas del mismo blanco apagado de la caja y sobre ellas más garabatitos. 

Al chico le pareció que Segundo y su padre hablaban de algo así como el «arradio», una palabra que nunca había oído, aunque supuso que se referían a aquella caja situada a su lado sobre el banco de piedra. En los extremos de la parte frontal del artilugio había unas ruedecillas también de blanco mate que Segundo hizo girar con sus gruesos dedos. Primero movió la de la izquierda y el chico observó asombrado que la banda roja se iluminaba durante unos segundos y de la caja empezaba a salir un zumbido que le recordó a los abejones cuando volaban de flor en flor. Con la faja roja bien iluminada, Segundo giró ahora la ruedecilla de la derecha: una rayita vertical se empezó a mover de izquierda a derecha y de la sorprendente caja surgieron soplidos, pitidos, chisporroteos y chasquidos, que le hicieron temer que el aparato empezara a arder allí mismo. 

Pero lo más asombroso fue que, de buenas a primeras, en el interior de la caja se escuchó con toda claridad la voz de un hombre y enseguida una canción que alegró el patio y dejó al chico más perplejo aún. Instintivamente miró hacia el camino, pensando que tal vez se acercaba alguien hablando o cantando. Pero no tardó en darse cuenta de que los sonidos un poco asmáticos que le pareció salían de la caja, efectivamente salían de ella. Con mucho cuidado el vendedor ambulante ajustó la ruedecita de la izquierda hasta que se escuchó la canción más alto y casi sin molestos chisporroteos. Mientras, el padre contemplaba la operación sin abrir la boca y el chico pensó que estaba tan sorprendido como él ante aquel artilugio parlante y cantante.

Segundo le dio algunas indicaciones al padre del muchacho sobre el funcionamiento del misterioso aparato y le invitó a que probara para que aprendiera a hacerlo hablar y cantar. También le explicó algo sobre unas pilas, pero el chico no entendió a qué se refería. Al parecer a su padre la gustó el artefacto porque sacó del bolsillo unos trozos de papel de colores doblados por la mitad y se los entregó a Segundo, quien los hojeó con cuidado y se los guardó en su bolsillo. El chico supuso que serían las famosas «4.000 pesetas» que tenía que darle a cambio del «arradio» y que los dos hombres sellaron con un nuevo apretón de manos.  

Segundo aparejó la carga sobre el animal y, después de despedirse, se alejó silbando por el camino del barranco. El padre del chico levantó la caja  parlante del muro y con el máximo cuidado la llevó a la habitación en la que se recibían las visitas, a las que se solía ofrecer una copita de anís dulce con galletas. Después de que su padre colocara la caja sobre una cómoda alta en la que se guardaba ropa, su madre abrió un cajón del mueble y sacó una tela bordada con calados y la tapó para que no «cogiera polvo», según dijo. El chico pensó que también el paño también le vendría bien para no acatarrarse, como le sucedía a él cuando se mojaba. 

Una vez en su trono la caja habladora, los padres del muchacho le advirtieron con mucha seriedad que solo ellos la podían encender y apagar para que no se estropeara. También le dijeron que les había costado un gran esfuerzo comprarla y debía durar muchos años. Añadieron que no se podía tener en marcha todo el día porque se le gastaban las «pilas», palabra que el chico escuchaba por segunda vez ese día, y también costaba dinero comprar unas nuevas. 

Al muchacho le hubiera gustado poder mover las ruedecitas del aparato para comprobar si también era capaz de hacer que hablara y cantara como había hecho el vendedor. Sin embargo, tuvo que conformarse con contemplarlo desde lejos sobre su pedestal de madera y esperar con paciencia a que las manos de su padre o de su madre le volvieran a dar vida. 

III

Al principio el aparato solo recobraba la vida unas pocas veces al día, a media mañana para escuchar las canciones de los «discos dedicados», por la tarde para lo que su madre llamaba «la novela» y, por la noche, para lo que su padre mencionaba como «el parte». La «novela» y «el parte» era obligatorio escucharlos en absoluto silencio, lo que provocaba alguna que otra trifulca casera si alguien osaba romperlo aunque solo fuera para estornudar o toser. Aparte de esos tres momentos, el «arradio» permanecía hierático y mudo sobre la cómoda, cubierto con su guardapolvo bordado. 

Unos pocos años después la familia cambió de domicilio y con ella se mudó también la caja parlanchina. En su nuevo hogar dejó de estar sobre la alta cómoda a la que el chico nunca llegaba por más que lo había intentado en ausencia de sus padres, y ocupó una esquina de la amplia mesa de la cocina. Allí sí le era posible alcanzarla y hacerla hablar, aunque siempre vigilado por sus padres. Así, el «arradio» pasó a estar aún más presente en la vida de la familia, que ya lo encendía con más frecuencia. El chico imaginó que tal vez las «pilas» eran más baratas o duraban más que las primeras, aunque lo cierto es que el aparato permanecía encendido casi todo el día sin que su padre se quejara mucho de aquel dispendio. 

Con el paso del tiempo el joven había empezado a comprender el significado de palabras o frases como «discos dedicados» o «la ronda», programas que oía casi a diario. Consistía en pedir por carta a la caja cantora que sonara una canción para dedicársela a alguien que se casaba, que había sido padre o madre o que había aprobado el carné de conducir; o, lo que también era habitual, para decirle con música que la pretendía como novio o novia. Las voces que hablaban en la caja decían el nombre de quien pedía la canción, a quién se la dedicaba y el motivo e inmediatamente sonaba la canción. Escuchando los «discos dedicados» o «la ronda», el chico estaba seguro de que músicos y cantantes vivían dentro de la caja prodigiosa para salir a cantar siempre que se les llamara por su nombre.  

Su buena memoria le permitió aprender en poco tiempo el nombre de muchos cantantes y la letra de canciones que no olvidó con el paso de los años. Tampoco tardó en entender a qué se refería su madre cuando pedía absoluto silencio para escuchar «la novela». A él, aquellas historias le sonaban tristísimas, con sus huerfanitas maltratadas por hombres malvados y madrastras brutales, aunque no faltaban personas cariñosas que siempre se ponían de parte de la heroína. A la hora de «la novela» se suspendía toda actividad doméstica en la casa: ni se barría ni se cocinaba ni se fregaba para evitar cualquier ruido. En más de una ocasión el muchacho observó extrañado que su madre soltaba alguna que otra lágrima, seguramente conmovida por las desdichas, sufrimientos y alegrías de "Lucecita" o "Simplemente María" o "Ama Rosa".  

Para su padre todo aquello eran ñoñerías impropias de personas hechas y derechas, pero no tenía más remedio que aguantar y esperar en silencio a que terminara el capítulo para reanudara las tareas domésticas. De la caja parlante lo único que de verdad despertaba su interés era «el parte», que escuchaba sin falta cada noche después de cenar y rezar el rosario, otra obligación diaria ineludible. Cuando sonaba la estridente musiquilla que le daba paso el silencio se debía cortar con un cuchillo, como mínimo igual que el que se exigía para «la novela», o de lo contrario podían saltar chispas domésticas.  

Ni «la novela» ni «el parte» eran lo que más le gustaba al muchacho: de la primera comprendía muy poco y del segundo nada de nada: pantanos, recepciones, ministros, sección femenina, inauguraciones, planes de desarrollo, rojos o rusos no tenían significado para él, aunque parecía que su padre sí se lo encontraba y de ahí seguramente su empeño en no perder detalle. A él lo que le divertía y con lo que más disfrutaba era con las canciones, que cantaba a voz en grito cuando creía que ningún adulto estaba escuchando. 

Su tiempo libre, que era casi todo el día, lo repartía entre sus escasas obligaciones domésticas,  sus correrías por el campo y escuchar el «arradio», aunque cada vez era a esta última actividad a la que más tiempo dedicaba. Como no se podía llevar la caja habladora con él, por más que le hubiera gustado, pasaba horas enteras escuchando y aprendiendo canciones, memorizando el nombre de las voces e imitando letrillas como la de «yo soy aquel negrito del África tropical, que cultivando cantaba la canción del Cola - Cao». Lo de «¡Cuate, aquí hay tomate!» siempre le hacía gracia y, aunque no tenía ni idea de qué era un «cuate», lo repetía a cada momento hasta enfadar a su madre con la gracia. 

Si alguien le hubiera preguntado por lo que más le gustaba escuchar se habría visto en un apuro: las canciones eran irrenunciables y las letrillas de los anuncios también le encantaban porque eran divertidas y fáciles de recordar. Sin embargo, al mismo nivel que esas dos cosas, habría colocado los cuentos, de los que también había aprendido ya varios a fuerza de escucharlos. Aquellas historias de animales habladores y aventureros, niñas inocentes perdidas en el bosque, lobos feroces y embusteros, brujas desgreñadas y ogros tragaldabas, que nunca conseguían salirse con la suya a pesar de emplear todas sus malas artes, le mantenían pegado a la caja mágica. 

En su memoria tenía fielmente registrados de principio a fin las historias de "Pulgarcito", "Garbancito", "Alí Babá y los cuarenta ladrones", "Blancanieves y los siete enanitos", "Los tres cerditos", "El gato con botas", "Caperucita", "El gallo Kiriko" o "El mono titiritero". Para él, aquellas aventuras eran tan interesantes como «la novela» para su madre o «el parte» para su padre y requerían el mismo silencio absoluto, aunque por desgracia casi nunca le hacían caso. 

Pero si aquellos cuentos, cuyos personajes también imitaba, le dejaban embobado, los partidos de fútbol de los domingos eran el momento más esperado de la semana. Lo más parecido a un balón que había visto era una bola de trapos y los Reyes Magos aún tardaron algún tiempo en traerle el uniforme de la Unión Deportiva Las Palmas, su equipo favorito; tampoco sabía bien cómo era en realidad un campo de fútbol ni tenía claro cuándo era falta, «offside» - a él siempre le sonaba «orsai» -, penalti o córner, pero no tenía dudas de que el árbitro siempre  perjudicaba a su equipo cuando jugaba con los grandes. 

Sin embargo, todo eso le importaba poco: con algunos cromos de futbolistas que su madre le había comprado en la tienda del pueblo y, sobre todo, con los locutores que cantaban los partidos más que contarlos, se imaginaba los detalles sin apartarse demasiado de lo que ocurría realmente. Así fue naciendo en él una afición apasionada por el fútbol que ya no dejó de sentir nunca, aunque con épocas más apasionadas que otras.

Al igual que con las canciones o los cuentos, pronto sintió también el deseo de aprender a cantar los partidos como los locutores que le alegraban las tardes del domingo con las gestas y miserias de aquellos héroes de pantalón corto, muchos de los cuales ya formaban parte de su imaginario particular de mitos. Aprendió que le bastaba con dejar volar la imaginación para ver campos de fútbol rebosantes de aficionados entonando cánticos entusiastas, jugadores alineados en el círculo central con sus resplandecientes uniformes, árbitros y jueces de línea de negro riguroso y locutores a pie de campo contando aquel magnífico espectáculo a quien tuviera una caja maravillosa como la de sus padres. 

Con todo aquel material y su fecunda imaginación componía programas completos en los que se alternaban canciones, cuentos, anuncios de publicidad y partidos de fútbol. Una caña seca o un palo y algún cacharro doméstico, desvencijado y oxidado, le servían y bastaban a modo de batería para el acompañamiento musical, enriquecida en los momentos de mayor inspiración con silbidos y sonidos de trompetilla que producía con los labios y que venían a integrar la necesaria sección de vientos de su orquestina, para él la mejor y más afinada del mundo. Cuando se cansaba o se tenía que ocupar por fin de sus obligaciones, daba cortésmente las gracias a los oyentes por su atención y despedía el programa hasta el día siguiente.  

IV

Lo que no había averiguado y más le intrigaba era dónde estaban la gente y los cantantes que escuchaba en la caja parlanchina, desde qué rincón hablaban o cantaban para que él los pudiera escuchar. Él era un chico curioso y quería saber cómo era el «arradio» por dentro, saber si tenía casas pequeñitas en las que vivían aquellas personas que también tendrían que ser pequeñitas para caber en ellas. Todo aquello le intrigaba y no paraba de darle vueltas en su imaginación. Cuando las voces y la música perdían fuerza y claridad había visto que su madre manipulaba la parte trasera del aparato sosteniéndolo por una ranura. Casi al instante la caja resonaba otra vez con la misma claridad de antes y su madre la volvía a colocar cuidadosamente en su sitio. El chico tuvo una idea que pensó le ayudaría a resolver aquel misterio: se preguntó si podría acceder al interior de la caja a través de aquel hueco, pero aunque introdujo su pequeña mano solo consiguió que entraran un poco las puntas de los dedos. Después de varios intentos sin resultados prácticos decidió darse por vencido: al parecer no había manera de poder tocar a los seres que habitaban en el interior para hablar con ellos y averiguar cómo eran y vivían. 

Cierto día que estaba sumido en estos pensamientos no se dio dando cuenta de que algo prodigioso sucedía ante sus ojos. Cuando por fin reparó en el prodigio observó maravillado una mano que salía del hueco por el que él había intentado introducir la suya y le hacía señas con un dedo para que se acercara. El chico se restregó los ojos pensando que soñaba, pero la mano seguía allí y el dedo continuaba indicándole que se aproximara a la caja sonora, como si quisiera decirle algo al oído. Al fin hizo caso de la muda llamada y avanzó con algo de recelo y temor hacia la mesa de la cocina. Cuando estuvo todo lo próximo que su prudencia le aconsejaba, acercó el oído al aparato y contuvo la respiración: el corazón le botaba con tanto ruido que temió no escuchar lo que al parecer alguien que estaba dentro de la caja quería decirle en secreto. 

La misteriosa mano desapareció dentro de la caja y el chico pudo escuchar una voz de hombre que le llegaba desde el interior; pero aquella no era una voz como las que estaba a escuchar todos los días, sino más cercana y natural, sin soplidos ni desabridos ruidos de fondo. 

—Te venimos observando desde hace tiempo y parece que te gusta mucho escucharnos —dijo la voz con una claridad que al chico le sorprendió—. También sabemos que te diviertes imitándonos y cantando las canciones que escuchas en la «radio». 

El chico no supo contestar: no sabía si la voz escucharía lo que el dijera y, sobre todo, no sabía qué decir. Se preguntó cómo era posible que alguien a quien no conocía supiera tanto de él e incluso sintió un poquito de vergüenza. Por fin se animó a decir algo, más bien para comprobar si su voz era escuchada dentro de la caja parlante como él escuchaba la que llegaba desde ella. 

—Escuchar canciones y cuentos es lo que más me gusta —dijo el chico que, entre la timidez y la sorpresa apenas se le escuchaba—. Como no tengo juguetes, oyendo canciones y cantándolas lo paso muy bien —añadió empezando a animarse a hablar—.

 —Lo que dices es muy bonito y te lo agradecemos mucho —respondió la voz invisible—. ¿Cómo te llamas?

—Jorge, aunque en mi casa me suelen llamar Jorgito porque soy pequeño.

—Yo me llamo Arturo y me puedes considerar tu amigo —respondió la voz—. Aunque en realidad ya lo somos si contamos el tiempo que nos llevas escuchando.

A Jorge se le volvió a desbocar el corazón: Arturo era una de las voces que más le gustaban de las que salían por lo que había llamado la «radio», que el muchacho supuso sería lo mismo que en su casa llamaban el «arradio». Ahora que podía hablar con Arturo se preguntaba cómo sería: ¿alto o bajo? ¿gordo o flaco? ¿moreno o rubio? Absorto en estos pensamientos no escuchó que Arturo preguntaba algo desde su escondite.

—¿Sigues ahí, Jorge?

—¡Sí, te escucho! —respondió el chico saliendo del ensimismamiento. 

—Pensé que te habías marchado sin decir nada. Te preguntaba si te gustaría conocernos y ver la radio por dentro; hasta podrías hablar o cantar una canción para que la escuchen tus padres o tus amigos. ¿Qué dices? 

La impresión de Jorge no tenía nada que ver con la que sintió cuando la mano le había dicho que se acercara a la radio, ahora sí se había quedado de piedra: tenía a su alcance un sueño que siempre había pensado inalcanzable. 

—¿Jorge? ¿Sigues ahí? —insistió su nuevo amigo—.

—¡Sí, estoy aquí!

—¿Te animas a entrar en la radio? —preguntó Jorge de nuevo—.

—Me gustaría mucho pero no sé si mis padres me dejarán —respondió el chico, que no quería que le riñeran por irse con un desconocido sin decir nada—. ¿Cuánto se tarda? —quiso saber—.

—No mucho, una media hora más o menos —respondió Arturo—.

—¿Qué tengo que hacer? 

—Es muy sencillo —dijo la voz llamada Arturo —. Solo tienes que cerrar los ojos y decir unas palabras mágicas. Si las dices sin equivocarte enseguida nos conoceremos personalmente y podremos dar una vuelta por la radio. ¿Preparado?

—¡Preparado! —dijo el chico, al que el corazón se le había subido ahora a la garganta y le dificultaba la respiración—.

—Presta atención, allá van: Radio Radiuna, como tú ninguna. Ahora las tienes que aprender bien y decirlas igual para poder entrar en la radio —le advirtió Arturo—. Avísame cuando estés preparado.

Jorge estaba tan nervioso que tenía miedo de no recordar las palabras, aunque no le parecían difíciles: él se sabía algunos trabalenguas mucho más complicados como el de el cielo está enladrillado, quién lo desenladrillará...Se dijo que si fracasaba no conocería a Arturo ni a las otras voces que escuchaba en lo que ahora llamaba «radio», ni vería de cerca a los cantantes cuyas canciones había aprendido. Pensando en todo lo que se perdería, hizo un gran esfuerzo de concentración y repitió para sus adentros la fórmula mágica antes de decirla en voz alta, así se aseguraba de no equivocarse: radio radiuna como tú ninguna.  

Convencido de que la podría decir sin trabarse, llamó a Arturo: 

—Ya estoy preparado.

—¡Estupendo! —respondió Arturo—. Tienes que decirlas alto y claro cuando cuente tres. Preparado: uno, dos, tres...

—¡Radio radiuna, como tú ninguna! —dijo Jorge con toda la fuerza que pudo.

Nada más pronunciarlas, la habitación se iluminó unos instantes con una potente luz blanca que el chico no había visto nunca. Cuando el resplandor se apagó, la modesta cocina había desaparecido y ahora se encontraba en una habitación en la que todo era nuevo y extraño: no estaban la mesa y las sillas ni el armario con los platos y las golosinas, que su madre guardaba bajo llave, ni el fregadero; y lo más curioso, también había desaparecido la radio. Jorge supuso que si no la veía por ningún lado era porque estaba dentro de ella y cómo va a uno a ver algo si está en su interior. Se fijó entonces por primera vez en el hombre que tenía ante él: más bajo que alto, más delgado que grueso y más moreno que rubio. Si era Arturo no era como lo había imaginado, pero al chico eso no le preocupaba. Fue el hombre quien le sacó de dudas: 

—¡Hola, Jorge, soy Arturo! —dijo el hombre—. ¡Bienvenido a la radio, estás en tu casa! 

V

Jorge ni siquiera escuchó la bienvenida, estaba tan atónito ante lo que tenía delante de sus ojos que no era capaz de articular palabra: intentaba comprender y asimilar lo que veía pero era todo tan desconocido que no sabía cómo nombrarlo. Lo primero que le llamó la atención fue la potente luz de la habitación, procedente de unas bolitas resplandecientes que colgaban del techo. Era tan clara que si le hubieran preguntado si era de noche o de día no habría sabido responder. Jorge reparó en que su amigo seguía de pie junto a él, esperando con paciencia que asimilara lo que estaba viendo, para explicarle la radio por dentro.

—Vamos a conocer a los locutores y el sitio desde el que hablamos todos los días. ¿Vienes? —le invitó su amigo—.

Jorge no respondió, solo se dejó tomar de la mano y avanzaron por un pasillo largo con habitaciones a ambos lados, desde las que el chico escuchó que le saludaban llamándole por su nombre: 

 —¡Hola, Jorge —dijo alguien desde una de aquellas habitaciones—, gracias por venir a vernos! Teníamos muchas ganas de conocerte. 

El chico no podía creer que aquellas personas supieran también cómo se llamaba. 

—¿Por qué me conocen si nunca había estado en la radio? —le preguntó a su amigo Arturo. 

—En la radio nos gusta conocer a quienes nos hacen el honor de escucharnos todos los días, como tú —respondió Arturo—. Eso fue lo que hizo que nos preguntáramos quién eres y, al ver que te gusta tanto la radio, decidimos invitarte a que la veas por dentro. 

Jorge no entendió del todo la respuesta: por ejemplo, no comprendió lo que significaba "hacer el honor", pero supuso que era algo bueno y se sintió feliz, aunque aún seguía bastante azorado. Después de recorrer el pasillo entraron en una habitación algo más pequeña pero también muy bien iluminada. Se diferenciaba de las otras en que estaba llena de aparatos con luces rojas, blancas y verdes por todos lados, que hicieron que el chico volviera a quedarse embobado y se preguntara qué eran y para qué servían. En una de las paredes de la habitación había una amplia ventana a través de la que se veía a un hombre y a una mujer sentados a una mesa, con algo puesto en la cabeza que Jorge tampoco había visto nunca. Aquellas personas parecían estar hablando y, de hecho, en la habitación en la que se encontraba con Arturo se escuchaban claramente unas voces como las que salían por la caja habladora que había en su casa. 

Cuando hablaban miraban a una especie de tubos que tenían enfrente y de vez en cuando hacían señales moviendo las palmas de la mano arriba o abajo o señalando con el dedo hacia la habitación en la que se encontraba el chico. Fue en ese momento cuando Jorge cayó en la cuenta de que frente a todos aquellos aparatos con lucecitas había otro hombre sentado que manipulaba ruedas, palanquitas y botones sin perder de vista a las personas que estaban detrás de la ventana. 

—¡Hola, Jorge, bienvenido a la radio! —dijo el hombre, que ni siquiera se volvió para mirarle. 

Jorge miró a Arturo como preguntándole quién era aquel señor y qué era lo que estaba haciendo. Su amigo no necesitó más para comprender lo que quería saber: 

—Se llama Andrés y es el técnico de sonido —dijo Arturo—. Él es quien se encarga de que todo lo que se diga en el «estudio» se pueda escuchar en muchas casas como la tuya a través de la radio. 

Arturo hablaba bajito para no molestar a Andrés quien, aún así, levantó la mano para pedir silencio. Jorge observó que después movió uno de los botones de un aparato situado sobre la mesa que tenía a su derecha y un disco con un letrerito amarillo y redondo en el centro se puso en movimiento; el técnico llevó la mano a un brazo metálico situado a la derecha del disco y lo colocó con cuidado en el borde, al tiempo que detenía el giro del disco con el dedo gordo. Al chico le dejo perplejo que el hombre hiciera aquellos movimientos sin haber mirado lo que hacía, como si tuviera un ojo lateral. 

En realidad, el técnico nunca había dejado de mirar a las dos personas sentadas detrás de la ventana, como si esperara una señal suya. Justo en ese momento Jorge vio que una de aquellas personas levantaba un dedo y lo hacía girar en el aire: inmediatamente Andrés quitó el dedo que frenaba el disco y en la habitación se empezó a escuchar una alegre melodía, que el chico habría cantado allí mismo si no le diera tanta vergüenza hacerlo ante personas con las que no tenía confianza. Lo que no consiguió ver por ningún lado fue dónde estaban los cantantes y los músicos, y aunque miró con atención a través del cristal, no vio más que a las dos personas de antes. Allí había gato encerrado o algún truco, pensó.  

—¡Qué cosa más rara! —dijo para sí—. ¿Dónde estarán los que cantan?

También había visto encendida una brillante luz roja situada sobre la ventana, que se había apagado cuando empezó la canción. A las personas del otro lado del cristal se las veía ahora más relajadas y hablando entre ellas, e incluso se habían quitado aquellos objetos extraños que llevaban en la cabeza y que Jorge se preguntaba para qué servían. El muchacho miró de nuevo a su amigo y éste volvió a comprender de inmediato. 

—El control ha puesto un disco en el que está grabada la canción que estamos escuchando —dijo Arturo—. A lo mejor creías que los cantantes y los músicos estaban aquí, pero eso solo ocurre algunas veces cuando actúan «en directo». Lo bueno de que tengamos un disco es que podemos poner las canciones siempre que nos las pidan aunque los cantantes no puedan venir. ¿No te parece? —preguntó—.

Aunque Jorge no supo qué responder, se sintió algo decepcionado al saber que no podría conocer a los cantantes de los que se sabía todas las canciones que escuchaba en la radio. Tal vez tuviera oportunidad en otra ocasión si tenía oportunidad de volver. 

—¿Te gustaría entrar en el «estudio»? —preguntó Arturo—.

Jorge supuso que cuando Arturo hablaba del «estudio» se refería a la habitación situada detrás del cristal. Esto significaba que a lo mejor él también podría hablar ante los tubos si se lo pedía a su amigo y le escucharía mucha gente en todas partes. Jugar a «hablar por la radio» era una de las cosas que más le gustaba, pero hacerlo de verdad sería como cumplir un sueño que siempre le había parecido muy difícil de alcanzar. Claro que una cosa era usar una caña como micrófono - que supuso eran los tubos que había en la mesa del estudio - y otra diferente abrir la boca sabiendo que miles de personas estarían pendientes de lo que dijera y de cómo lo decía. Tampoco sabía qué le preguntarían las personas del estudio: ¿y si no sabía la respuesta? ¿y si se equivocaba al contestar o se ponía a tartamudear?

Jorge se debatía entre ser valiente y cumplir el sueño de «salir por la radio» de verdad o irse corriendo de allí. El problema es que no sabía cómo podría volver a su casa, aunque pensó que tal vez lo podría conseguir repitiendo las palabras mágicas que Arturo le había enseñado. Fue precisamente su amigo quien lo sacó de nuevo de sus cavilaciones, haciéndole otra vez la misma pregunta: 

—¿Te animas a entrar?

—Sí, vamos —fue la escueta respuesta del muchacho, que ya había decidido no dejar pasar la oportunidad de decir sus primeras palabras ante un micrófono de verdad. 

—Una cosa antes de entrar —le advirtió Arturo, con una mano ya sobre el picaporte de la puerta del estudio—, cuando estemos dentro hay que guardar el máximo silencio y hablar solo cuando nos pregunten los compañeros. ¿De acuerdo?

Jorge asintió con la cabeza mientras seguía pensando en qué le preguntarían y si sabría responder. Arturo abrió la puerta sin hacer ruido y ambos pasaron a la habitación que, vista desde dentro, al muchacho le pareció algo extraña. El suelo era mullido y, cuando caminaba sobre él, no se oían los pasos; además, las paredes y el techo parecían de cartón. Arturo le explicó más tarde que tanto el suelo como las paredes eran así para amortiguar los ruidos y que las voces se escucharan con claridad en la radio. 

Sobre la mesa Jorge vio cuatro tubos que dedujo eran micrófonos por los que circulaban las voces de los locutores, aunque no comprendía cómo aquellos artilugios aparentemente simples llevaban esas voces desde aquella habitación hasta su casa. Tendría que preguntárselo también a Arturo. Encima de la mesa vio una bola no muy grande que justo en aquel momento se iluminó de rojo. Jorge observó que Arturo le pidió de nuevo con el dedo sobre los labios que guardara silencio y el chico contuvo la respiración. 

—Están ustedes escuchando «Discos Dedicados», el programa de Radio Radiuna que está en su sintonía de lunes a viernes a esta hora —dijo el hombre con entusiasmo.

—La siguiente petición nos la envía Francisco Molina desde Llano del Poleo —ahora era la mujer la que hablaba y Jorge reconoció enseguida aquella voz como una de las que más le gustaban—.  Le quiere dedicar esta bonita canción a su esposa Isabel por el décimo aniversario de su matrimonio. ¡Felicidades a los dos!

—La canción que Francisco le dedica a su esposa es «La novia», interpretada por Antonio Prieto —dijo ahora el hombre, al tiempo que levantó la mano y con el dedo índice hizo círculos en el aire como la vez anterior—. 

La luz roja se apagó y el hombre y la mujer se levantaron y fueron a donde estaban Arturo y Jorge, al que le temblaban un poco las manos y las piernas: aunque le producía pánico que le preguntaran algo que no supiera responder, también deseaba hablar con aquellas dos personas y preguntarles muchas cosas sobre lo que debía hacer para hablar en la radio. Pero se había vuelto a perder en sus ensoñaciones y apenas escuchó cuando Arturo le presentó a sus compañeros.

—Buenos días, Arturo —dijo el hombre—, ¿nos presentas al nuevo locutor?

—Se llama Jorge y le gusta mucho la radio, todos los días se pasa horas enteras escuchándonos. Dice que no se pierde ningún programa, pero que los que más le gustan son los que ponen canciones alegres. ¿Es así, Jorge? —le preguntó Arturo—.

El chico asintió de nuevo con la cabeza, incapaz de abrir la boca.

—Te presentó a dos de nuestros locutores más famosos —siguió Arturo—. Él es Ernesto y ella es Lola y los dos presentan todos los días los «Discos Dedicados», aunque seguro que tú ya lo sabías. 

—¡Hola! —dijo el chico con un hilito de voz que apenas escuchó él. Sin darse cuenta estaba comparando el aspecto de Ernesto y Lola con el que se había imaginado de ellos cuando los escuchaba en la radio y no le encajaban. Había dado por hecho que Ernesto sería alto, más bien delgado y muy moreno pero era bajito, con la piel sonrosada, ojos azules y pelo rubio. Pero tenía una voz que al chico le encantaba tanto que la imitaba cuando jugaba a «salir por la radio». Y eso era lo que realmente le importaba. 

Lola era una mujer alta, esbelta, morena y de ojos verdes, también el aspecto opuesto al que él le suponía cuando la escuchaba. Pero eso era también lo de menos, lo que más le gustaba era su voz cercana y como aterciopelada, un poco oscura pero clara y envolvente. Como Ernesto también la utilizaba subiendo y bajando la entonación para transmitir pena, alegría, dolor o entusiasmo. Escuchando a los dos no solo era posible ver con la imaginación sino sentir también alegría, pena, entusiasmo o tristeza. 

Jorge se prometió que haría todo lo necesario para conseguir algún día sentarse ante uno de aquellos tubos y dirigirse a miles de personas como hacían Ernesto y Lola cada día. Arturo acudió de nuevo en su rescate agarrándole suavemente del brazo:

— Ernesto y Lola quieren saludarte «en antena» —dijo su amigo—. Vamos a sentarnos con ellos en la mesa del estudio. 

Jorge no necesitó que Arturo le explicara lo que significaba «en antena», sabía que estaba a punto de llegar la hora de la verdad: le preguntarían algo y él tendría que responder sin equivocarse y hablando claro. Sacó todo el valor que le quedaba en un día lleno de sensaciones tan maravillosas como inesperadas y asintió una vez más moviendo la cabeza arriba y abajo. Cuando se quiso dar cuenta ya estaba sentado frente a Ernesto y Lola. Su anfitrión le había puesto en la cabeza aquel extraño aparato que llevaban los locutores y se lo había ajustado para que le tapara bien las orejas: Jorge sintió como si estuviera en un cuarto sellado al que no podía llegar ningún sonido del exterior. 

—Son los auriculares —le explicó Arturo—, con ellos podrás escuchar mejor cuando te pregunten. 

¡Confirmado, no se iba a librar de las preguntas! A Jorge la palabra «preguntar» le produjo una sensación parecida a cuando le dolía la barriga, hasta el punto de que se la apretó con una mano buscando que se le pasara. No tuvo éxito, la molesta sensación no se quería ir. En ese momento se volvió a iluminar en rojo el bombillo colocado en el centro de la mesa y a través de lo que Arturo había llamado los «auriculares» le llegó la voz, fuete, clara y bien timbrada de Ernesto.

—Señores oyentes —dijo—, hacemos un pequeño paréntesis en los «Discos Dedicados» para saludar en directo a un joven oyente, que nos escucha todos los días y que hoy nos hace el gran honor de acompañarnos en el estudio.


VI 


Jorge se debatía entre levantarse y salir corriendo, meterse debajo de la mesa o aguantar y responder lo mejor que supiera: llegó a la conclusión de que la primera opción le habría dejado en mal lugar ante su amigo Arturo y la segunda no habría servido de nada. ¡Ánimo y suerte!

—¡Hola, bienvenido!  —le saludó Lola—. ¿Cómo te llamas?

—Jorge —respondió el chico casi en un susurro—.

—No te hemos oído —dijo Lola—, habla más fuerte para que puedan escucharte y conocerte los oyentes. 

 —¡Jorge! —dijo ahora el muchacho con un poco más de determinación—.

—¿Cuántos años tienes, Jorge? —preguntó Ernesto—.

El chico miró a Arturo como pidiendo ayuda una vez más, pero su amigo se encogió de hombros y le hizo un gesto para que mirara al micrófono y contestara. 

—Mi madre dice que, si me preguntan, diga que tengo cinco años —respondió Jorge, haciendo de nuevo un gran esfuerzo para hablar. Le daba mucha rabia que allí casi no le salieran las palabras y, cuando jugaba a «hablar por la radio», le escuchaban alto y claro hasta los vecinos que vivían más alejados de su casa. 

—Nos hemos enterado que te gusta mucho la radio, Jorge. ¿Es verdad? —preguntó Lola de nuevo—.

—Sí, me gusta mucho —fue lo único que acertó a decir. El enfado consigo mismo seguía sin dar resultados. 

—¿Te gustaría ser locutor cuando seas mayor? —ahora fue Ernesto quien preguntó—.

  —Sí —nuevo monosílabo. 

—Parece que nuestro joven amigo es aún un poco tímido, pero seguro que con el tiempo lo superará —dijo Ernesto—. ¿Por qué te gusta tanto la radio?.

Largo silencio...

—Estamos esperando, Jorge —dijo Ernesto, sonriéndole—.

—Me divierto mucho cuando «hablo por la radio» y me imagino que me están escuchando muchas personas a las que les cuento noticias y les canto canciones —Jorge se asombró de sí mismo, había conseguido decir una frase larga sin que se le hiciera un nudo en la garganta ni le temblara demasiado la voz. La experiencia le estaba gustando cada vez más—.

—Eso es muy bonito, Jorge —dijo Lola—, te deseamos mucha suerte y ven por la radio siempre que quieras, esta también es tu casa desde hoy. Gracias por la visita y por escucharnos todos los días. En agradecimiento te queremos obsequiar con la canción que nos pidas. 

Jorge se bloqueó de nuevo: en su mente había un montón de canciones, cualquiera de las cuales le hubiera gustado escuchar en aquel instante. 

—Vamos, decídete, que Andrés está esperando para encontrarla —le apremió amablemente Ernesto—.

—¿Podría ser un cuento? —preguntó Jorge—.

—¡Un cuento! —dijo Lola, un poco sorprendida—. ¿Qué cuento te gustaría escuchar?

—"Alí Babá y los cuarenta ladrones" —respondió el chico. 

Aquel era uno de sus cuentos preferidos, con su musiquilla oriental, los ladrones llegando a uña de caballo a la puerta de la gruta en la que escondían el producto de sus robos y con Alí Babá pronunciando las palabras mágicas para que la gran losa de piedra se abriera. Recordó que él también había entrado en la radio gracias a las palabras mágicas que le había enseñado Arturo, lo que le llevó a pensar que las palabras bien pronunciadas tienen mucha fuerza. Si Ernesto o Lola se lo hubieran pedido habría gritado con entusiasmo aquello de "¡Ábrete, Sésamo!" y "¡Ciérrate, Sésamo!".  

—Señores oyentes, a petición de nuestro joven amigo Jorge, a continuación podrán escuchar el cuento infantil "Alí Babá y los cuarenta ladrones" —dijo Ernesto a modo de presentación, mientras levantaba la mano y hacia de nuevo círculos con el dedo índice en dirección a Andrés—.

Jorge no pudo terminar de escuchar el cuento, que por otro lado se sabía de memoria, porque Arturo le hizo señas de que debían salir del estudio para que Ernesto y Lola continuaran con su programa. El chico dijo adiós con la mano a sus dos nuevos amigos que correspondieron del mismo modo y acompañó a Arturo. Una vez de nuevo en la habitación de Andrés, Jorge respiró con fuerza para aliviar la tensión acumulada durante el tiempo que había estado en el estudio. Cayó entonces en la cuenta de que llevaba mucho tiempo fuera de casa y sus padres estarían preocupados y preguntando por él, como había ocurrido en otras ocasiones cuando se despistaba y se le hacía de noche jugando con sus amigos. 

—¿Por dónde puedo volver a mi casa? —preguntó a Arturo—.

—Es fácil, solo tienes que decir las palabras mágicas que te voy a enseñar y enseguida estarás en casa —respondió Arturo—. Si para entrar tuviste que decir Radio radiuna, como tú ninguna, ahora deberás decir Radiuna radio, en mi casa me hallo. ¿Las recordarás?

—Creo que sí —dijo el chico—. ¿Y puedo volver cuando quiera y hablar por la radio como hoy? —añadió, venciendo de nuevo su timidez—.

—¡Por supuesto! —respondió su amigo—. Solo tienes que recordar las palabras mágicas para entrar y no confundirlas con las que debes pronunciar para salir. 

—Puede que vuelva mañana, pero ahora me tengo que ir para que mis padres no se preocupen —anunció el muchacho—. Adiós y muchas gracias, me lo he pasado muy bien!

—¡Me alegro, Jorge! Pronuncia las palabras de salida y podrás volver enseguida a casa — señaló Arturo. 

¡Radiuna radio, en mi casa me hallo! —dijo Jorge con fuerza y determinación—.

Como por ensalmo se encontró de nuevo en la cocina de su casa: la caja habladora ocupaba su trono habitual sobre la mesa y el resto de los objetos cotidianos también estaba en su sitio habitual. Dio por sentado que nadie había notado su ausencia y respiró aliviado, se había librado de una regañina por desaparecer sin decir a dónde iba. Pero enseguida empezó a cavilar qué diría al día siguiente cuando volviera a la radio y se prometió que tenía que ser menos tímido y más lanzado cuando estuviera delante del micrófono. No tardó en imaginarse a sí mismo presentando discos y leyendo noticias, pero ante un micrófono de verdad y no ante una caña seca, y hasta ideando programas que tendrían muchos oyentes en todas partes. 

Cuando esa noche se fue a la cama repitió varias veces las palabras mágicas de entrada y salida de la radio para no olvidarlas nunca, algo que no se podía permitir. Luego se durmió y soñó que era un locutor famoso, al que saludaban por la calle y recibía cartas de todas partes pidiéndole canciones que él presentaba entusiasmado con una voz grave y profunda: 

—¡Señoras y señores, a continuación podrán escuchar a Palito Ortega interpretando «La felicidad»!. 

FIN

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©José Luis Díaz Ramos

  

19 febrero 2021

"La bruja y la coruja" (Relato corto)

Su solitario diente era como el pico de un ave rapaz, negro y curvo; la arrugada tez tenía el color entre pálido y ceniciento de la muerte, al igual que su cabello, que se agitaba furioso al viento. En los huecos en los que debía haber ojos tenía dos grandes agujeros oscuros, y parecía incorpórea con su negro y amplio vestido flotando al viento, como el de un espantapájaros. En realidad no era un vestido, más bien una túnica de una pieza incluyendo las mangas. O mejor, la manga por lo que podía recordar aún muchos años después. De esa única manga visible brotaba una mano sarmentosa, de largos dedos curvos y uñas como zarpas. Y lo más horripilante de todo: empuñaba un cuchillo cuya hoja lanzaba afilados destellos plateados bajo la mortecina luz de la luna. Muchos años después descubrió lo que querían decir los periodistas al hablar de un cuchillo de grandes dimensiones. 

La noche era gélida y ventosa en el desolado páramo en el que se produjo la visión horrible, que parecía surgida de unas profundas tinieblas que la blanquecina luna no alcanzaba a iluminar. Sentía el frío hasta el tuétano de sus huesos y los dientes le castañeteaban sin que lo pudiera evitar. La demoniaca presencia se acercaba a toda velocidad blandiendo el amenazador machete por encima de la alborotada cabeza. Sentía una urgentísima necesidad de echar a correr pero, cuando lo intentó, descubrió horrorizado que una fuerza invisible le impedía dar un paso, como si estuviera anclado al suelo o con los pies sujetos por grandes piedras. Todo fue inútil, sus esfuerzos sobrehumanos no daban resultado y aquel ser pavoroso volaba hacia él. Le pareció entonces que la luna iluminó el puñal con más intensidad y el páramo refulgió con un resplandor enfermizo. El viento aulló rabioso y el vestido y el pelo de la erinia ondearon al unísono como dos banderas funestas en la noche. Él continuaba haciendo intentos desesperados para despegar los pies del suelo pero no se movió un centímetro. 

Sintiéndose irremediablemente perdido, tuvo una idea que le llevó a calificarse de idiota por no habérsele ocurrido antes. No estaba seguro de que le sirviera para salir con bien de aquella situación límite, pero se dijo que no tenía nada que perder, salvo la vida, poniéndola en práctica. Cuando la malvada mujer se disponía a asestar el primer golpe con el descomunal cuchillo, inspiró con toda las fuerzas que pudo reunir y lanzó un grito de horror que sobresaltó a toda la casa, incluido él. La bruja había desaparecido como por ensalmo pero al niño se le había desbocado el corazón, tenía un nudo en el estómago, temblaba y le sudaba la frente.  

II

Por la mañana nadie de su familia preguntó por las causas del alarido con el que había despertado a toda la casa. Supuso que pensarían que sufrió una pesadilla, aunque para él había sido algo muy real; hasta tal punto de que, cada vez que lo recordaba, le daba un vuelco el estómago y temía que llegara la noche siguiente y se repitiera la persecución. Tampoco se le ocurrió contarle a su familia lo que le había pasado: le daba un poco de vergüenza que le tomarán por un medroso que se hacía pis en la cama a su edad. 

El día fue como otros, ocupado en cumplir las tareas que su padre le ordenó, aunque él ya era un experto en el delicioso arte del escaqueo. Por lo general posponía esos deberes para el último momento y se iba antes a jugar con los vecinos de su edad o a buscar nidos de pájaros o de gallinas. También en esto era toda una autoridad, ya que casi siempre los localizaba con solo escuchar cacarear a las gallina de esa manera única que tienen estos animales de anunciar al mundo que han puesto un huevo. No fueron pocas las veces en las que sorprendió a su madre con un hermoso cesto de huevos de algún nidal escondido entre las zarzas, los escobones o las piteras en las que se adentraba como un perro cazador, sin importarle las espinas, las ramas, las piedras o los resbalones. 

Su padre no era precisamente un terrateniente sino un arrendatario que trabajaba de sol a sol para pagar la renta y sacar lo imprescindible para mantener a la familia. Por tanto, había que echar una mano en lo que se pudiera para sacar adelante la economía doméstica. El padre era además un convencido de que el cumplimiento de obligaciones y deberes imprimía carácter y enseñaba que los alimentos no caen del cielo. A pesar de todo, ocurría a menudo que cuando regresaba de sus correrías para cumplir las obligaciones del día, su padre ya las había hecho cansado de esperar por él. En esos casos no solía faltar la merecida regañina y algún que otro sabroso tirón de orejas o pescozón. 

Cuando llegaba de nuevo la noche había dos rituales muy arraigados en su casa, uno prácticamente diario y el otro más esporádico. Su padre era un hombre temeroso de Dios y firme partidario de seguir las enseñanzas de sus mayores, y cada noche era obligatorio para toda la familia el rezo del rosario. Al niño aquel rito incomprensible le producía un sueño invencible después de un día correteando en busca de nidos de pájaros y gallinas. Muchas veces se adormecía con el sonsonete monótono del rezo y despertaba cuando ya había terminado o faltaba poco. Además, aún no había conseguido aprenderse bien todas las oraciones y en muchas de ellas se limitaba a mover los labios y zumbar como un abejorro para que su padre creyera que rezaba.

—¡Reza en voz alta, Jorge! —le decía su padre cuando los párpados iban cayendo como losas. 

Esta letanía diaria tenía lugar a la luz de una o dos velas a lo sumo, ya que había que ahorrar en este medio de iluminación de la casa. La habitación en donde hacían vida familiar, generalmente la cocina, se poblaba cada noche de rincones en penumbra a los que no llegaba la luz de las débiles llamitas de las velas. El muchacho se quedaba absorto mirando las sombras que crecían o menguaban cuando las ráfagas de aire que se colaban por las rendijas de la puerta agitaban la llama. Literalmente, se le iba el santo al cielo: 

—¡No se distraigan, que estamos rezando el Santo Rosario! —amonestaba el padre una vez más. 

En ocasiones, acabado el rezo, coronado alguna vez con gran suspiro de alivio para la mayoría de los presentes, la sencilla velada se podía alargar un buen rato si no había que madrugar mucho al día siguiente. En esos casos era frecuente hablar de brujas, de objetos que de forma inexplicable cambiaban de lugar o de posición sin que nadie los tocara, de misteriosos sonidos en la oscuridad, de gallinas que cacareaban a media noche como si acabaran de poner o de muertos que regresaban del más allá para cumplir promesas hechas en vida o exigir reparaciones por compromisos no cumplidos. Todo ello acompañado casi siempre de recomendaciones sobre la obligación de persignarse al pasar cerca de un cementerio o por lugares malditos porque en ellos alguien se ahorcó o fue asesinado. 

En la impresionable imaginación del muchacho aquellos relatos fueron dejando una huella imborrable. Cuando después de una larga jornada la familia se retiraba a descansar, las historias seguían desarrollándose en su imaginación y se convertían en otras nuevas pero igual de inquietantes e incomprensibles. Pensando en ellas no le resultaba fácil dormirse aunque estuviera muy cansado. También fue adquiriendo un finísimo oído que, como un radar, permanecía vigilante ante cualquier ruido nocturno para analizarlo, identificarlo y guardarlo cuidadosamente en la memoria. A veces era un pequeño ratón que se había colado durante el día en la casa, otras eran las hojas de la puerta o la ventana gimiendo por el viento que se colaba por las rendijas, a veces era el reconocible balido de una cabra o el ladrido de los perros al paso de algún caminante trasnochador, lo que le llevaba a preguntarse si habría algún extraño rondando la casa con malvadas intenciones. De hecho había veces en las que creía escuchar pasos en el patio o por el camino que pasaba cerca de su casa, aunque luego caía en la cuenta de que seguramente solo era el toc - toc de las macetas movidas por el viento. Así se tranquilizaba un poco y sucumbía al sueño rendido de cansancio.  


III

Cierta noche, cuando todos dormían mientras él seguía escudriñando en la oscuridad los sonidos que captaba su bien entrenado oído, creyó percibir uno que no recordaba tener registrado. Era como un silbido agudo y lastimero que parecía muy cercano. A pesar de que la noche era fría y soplaba un poco el viento, aquel sonido le intrigó tanto que, sin pensárselo dos veces, se deslizó de la cama y sigilosamente salió al patio. En un primer momento no vio nada extraño, había luna llena y todo parecía en su sitio: las macetas con las plantas que su madre cuidaba con esmero se mecían suavemente, produciendo un pequeño ruido seco sobre el piso de cemento que no se parecía nada al que había escuchado. Entonces el silbido agudo se repitió y fue cuando la descubrió. 

Al levantar la mirada hacia la higuera que había frente a la casa la vio en una rama alta. Se quedó boquiabierto ante la blancura con puntitos negros del pecho y la cara con forma de corazón, completamente blanca. Sus oscuros y grandes ojos redondos le miraban fijamente desde lo alto de la higuera, aunque a veces parecía que giraba por completo la cabeza para volverla a la posición inicial. Esto maravilló aún más al muchacho, que se fijó luego en el pico largo cubierto también de plumas blancas con una especie de raya en medio. 

Aquel maravilloso ser hizo ademán de desplegar las alas, de suave color pardo con manchas grises, aunque a él le parecían completamente blancas a la luz de la luna; fue entonces cuando comprendió que era algún tipo de pájaro desconocido para él. Tuvo deseos irresistibles de acercarse más a la higuera para contemplarlo mejor, pero sintió miedo de que levantara el vuelo y desapareciera para siempre. Dio un paso procurando no hacer ruido ni parecer brusco o amenazante y su confianza aumentó al comprobar que el pájaro seguía en la rama con sus misteriosos ojos fijos en él. Aunque el frío se le había metido hasta lo más profundo de sus huesos, no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad de ver todo lo de cerca que pudiera aquel fabuloso animal. Dio otro cuidadoso paso hacia la higuera y el pájaro se movió en la rama como si fuera a levantar el vuelo. 

El corazón le dio un vuelco al creer que echaría a volar y se perdería para siempre en las sombras de la noche. Pero para su alegría vio que volaba hasta una rama más baja y que ya lo podía acariciar con la mano. Apenas podía creer que el pájaro no solo permitiera que una mano extraña se posara sobre el suave plumón de su pecho y su cara, sino que también ahuecara las alas y estirara un poco el cuello como hacía el gato de la casa cuando se ponía panza arriba para que le rascaran la barriga. 

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el chico sin pararse a pensar si el pájaro entendería la pregunta. El animal plegó las alas y miró fijamente al niño con sus grandes ojos, en los que se reflejaba la luna. 

—Tengo varios nombres —dijo—. Los sabios me llaman Tyto Alba, pero la gente normal me conoce por lechuza o coruja. Tú me puedes llamar como prefieras. 

—Pues a mí me gusta Tyto. ¿Te parece bien?

—También me encanta ese nombre, es corto y sonoro, —respondió la lechuza—. ¿Cuál es el tuyo?

—Me llamo Jorge, aunque como soy pequeño a veces me llaman Jorgito pero a mí no me gusta mucho, —explicó el muchacho un poco ruborizado—.  

—¡Encantada de conocerte, Jorge, —dijo Tyto—.

—¿A qué te dedicas? —preguntó el niño, que ya había perdido el miedo de que su nueva amiga huyera de él.

—Limpio los campos de pequeños animalillos que se comen el grano que siembra tu padre —respondió Tyto, a la vez que pareció girar de nuevo la cabeza en redondo para volver a posar sus  ojazos en el muchacho. 

—¿Cómo haces eso? —preguntó Jorge con asombro y sin poderse contener. 

—¡Oh! no es nada, lo hago constantemente sin darme cuenta: miro a todos lados para comprobar si hay por ahí alguno de esos animalillos —respondió la coruja, restándole importancia a lo que al muchacho le parecía extrañísimo y prodigioso—. Tengo un cuello muy flexible y puedo moverlo casi en redondo, pero tú no lo intentes o te lo dislocarás, —añadió al ver que el niño intentaba girar su cabeza como había hecho ella—.

—No te había visto nunca por aquí, —dijo Jorge, cambiando de conversación y dejando de girar la cabeza—. ¿Dónde vives y por qué no te hemos visto nunca de día?

—Vivo en sitios diferentes, pero me gustan sobre todo los lugares tranquilos por los que no pase mucha gente. De día no veo muy bien y no salgo si no tengo mucha necesidad, —explicó la lechuza mientras volvía a girar el cuello—.

—¿A dónde irás ahora?, —preguntó el chico, al que se le acumulaban las preguntas y temía no poder hacerlas todas antes de que su amiga se fuera—.

 —No lo tengo decidido, —respondió ella—. Estaba pensando volver a casa cuando apareciste por la puerta. Como hoy ya es un poco tarde puedo venir mañana y te llevó a dar un paseo sobre mis alas. ¿Te gustaría? —le propuso Tyto—.

A Jorge aquella proposición le pareció como si le hubieran hecho un inesperado regalo y sin dudarlo aceptó. Le prometió a la coruja que a la noche siguiente estaría a medianoche junto a la higuera para hacer el viaje prometido. Después de despedirse vio como su nueva amiga desplegaba las hermosas alas bajo la luna y se alejaba sin hacer ruido. Él también volvió en silencio a su habitación y se metió en la cama pero, aunque intentó dormir, no pudo pegar ojo pensando en la aventura que iba a vivir junto a Tyto dentro de pocas horas.

IV

A la medianoche siguiente Tyto y Jorge fueron fieles y puntuales a su cita. También brillaba la luna como la noche anterior, aunque al chico le pareció que su luz era menos lívida y mortecina que la vez en la que la terrorífica bruja estuvo a un paso de hacerlo picadillo. El solo recuerdo de aquella situación le puso los pelos de punta y sintió un escalofrío. Pero en cuanto recordó el encuentro con Tyto y el viaje que iban a hacer, aquel desagradable recuerdo se borró por completo de su mente. Para trepar a lomos del ave solo tuvo que encaramarse a una de las ramas bajas de la higuera, algo que era pan comido para él que todos los veranos trepaba hasta lo más alto del árbol para saborear sus dulces higos, con riesgo a veces de descalabrarse. Tan entusiasmado estaba con la aventura que ni se le ocurrió preguntar cómo podría el pájaro abrir las alas y volar con él a cuestas. Simplemente se sentó sobre el animal, como cuando se subía en el caballito de caña que le había hecho su padre, y esperó que levantara el vuelo. Tyto desplegó las alas para que Jorge pudiera acomodarse bien y, casi sin darse cuenta, lechuza y muchacho partieron de la higuera bajo la atenta mirada de la luna, dispuesta a compartir también la excursión con ellos.

—¿A dónde quieres ir? —preguntó Tyto—.

—Llévame a ver los campos, los montes y los barrancos, —contestó el muchacho, con el corazón a punto de salírsele del pecho por la emoción de la experiencia y por el miedo a caerse y romperse la crisma. Se sintió también como un pájaro y hasta tuvo deseos de abrir los brazos como si fueran alas y dejarse arrastrar por las corrientes de aire que, aunque frío, le parecían las más cálidas que había sentido nunca—. Me gustaría ver a las ovejas y a los corderos durmiendo en las laderas verdes; también ver cómo son desde arriba las copas de los castañeros, las higueras y los nogales a los que no he podido subir; enséñame los campanarios de las iglesias y los tejados y las azoteas de las casas de los pueblos; vuela sobre los pinares oscuros y los barrancos profundos, que yo tendré mucho cuidado de no caerme.

—Agárrate fuerte, yo volaré con cuidado para que puedas disfrutar del viaje, —contestó Tyto, justo cuando sobrevolaban un pequeño pueblo con todas sus luces apagadas y del que les llegó con claridad el ladrido de unos perros. En las azoteas había tendida ropa de varios colores, secándose y agitándose al viento como banderas que saludaban a los dos viajeros. 

Después pasaron sobre un denso bosque de pinos verdes y oscuros, con sus copas meciéndose al ritmo de la brisa. Jorge miró a su derecha y vio la luna iluminándoles el vuelo. Al dejar atrás los pinos se colocaron sobre lo que a Jorge le pareció un hondo barranco: su fondo insondable no tardó en alumbrarlo también la silenciosa compañera del viaje, que en ningún momento se apartaba de ellos. Escucharon el débil gorgoteo del agua entre las piedras y, por encima de la cantinela del agua, les llegó el ruidoso croar de las ranas, que imaginó verdes y de ojos saltones, apostadas cerca de alguna charca y cantando a la luna. Una luna de la que el chico imaginó que sabía cuál era la ruta que iban a seguir y se adelantaba a mostrarla con su luz; incluso pensó que había algún acuerdo secreto entre la coruja y ella para que hiciera de linterna esa noche.  

Continuaron todavía un buen rato sobrevolando majadas, alpendres, sembrados, estanques, casas de labranza, montañas elevadas y suaves laderas cubiertas de la hierba que a las ovejas tanto les gustaba mordisquear. Hasta ellos llegaba un dulce aroma a tierra removida, tomillo, helecho, altabaca y retama que mareaba los sentidos y se grababa para siempre en la memoria.  No se veía a nadie por los caminos: la tierra, la gente, los animales y hasta los árboles parecían en paz y reponiendo fuerzas para reanudar las rutinas cotidianas dentro de pocas horas. La luna compañera alumbraba resplandecientes bajo un cielo oscuro que al amanecer se iría tornando en azul celeste. Jorge pensó que para él la nueva jornada no podría ser igual que las anteriores porque tendría mucho que recordar después de aquella noche. 

Durante todo el paseo la lechuza no se había posado a descansar ni una sola vez. 

—Estoy algo cansada y aún tengo que encontrar comida para mis polluelos, que seguramente ya estarán hambrientos, —dijo Tyto—. ¿Te gustaría conocerlos? 

—Me gustaría muchísimo, —respondió Jorge, quien también empezaba a cansarse y a tener un poco de sueño después de aquel paseo aéreo lleno de emociones. 

Tyto giró en redondo y puso rumbo a casa batiendo sus largas y elegantes alas con aquella serenidad que a Jorge le daba tanta seguridad de no caer al vacío. El nido de la lechuza estaba al pie de una suave ladera, en un viejo alpendre en el que su padre había tenido animales y que ya no usaba; el techo estaba parcialmente hundido y tenía huecos en las paredes en los que en su día hubo piedras que ahora estaban esparcidas por el suelo. En uno de esos huecos, sobre una alfombra de menudos palitos, había cinco polluelos cubiertos completamente de suave plumón blanco, con caras en forma de corazón como la de su madre. Las crías piaban furiosas reclamando un alimento que ya iba con retraso. Tyto se posó suavemente sobre ellas e instantáneamente dejaron de quejarse. Cuando después de un rato se quedaron dormidas ante la mirada asombrada del chico que veía aquello por primera vez, su madre se levantó muy despacio y se dirigió a él.

—Tenemos que irnos antes de que se despierten y vuelvan a reclamar su pitanza, —dijo—.

Jorge volvió a subir a lomos de la lechuza, ésta ahuecó las alas para que el chico se acomodara y pusieron rumbo a casa. Apenas habían remontado el vuelo se volvió a escuchar la llamada de los hambrientos pollos, que seguramente nunca habían tenido que esperar tanto para cenar como aquella noche. Una vez en la higuera en la que había comenzado el viaje, la coruja y el muchacho se juraron que siempre serían amigos y se comprometieron a encontrarse de nuevo cuando hubiera luna llena para descubrir otros lugares que Tyto tampoco había visitado. Jorge no quería poner fin a la aventura y hacía todo lo posible para que la coruja no se fuera; sin embargo, ésta ya estaba impaciente porque el día se acercaba y no había alimentado a sus crías. El niño entonces dejó que se fuera, esperanzado con la promesa de vivir nuevas correrías aéreas juntos. 

El pájaro abrió sus alas y silenciosamente se alejó volando bajo hasta que las sombras de la madrugada lo ocultaron por completo. Jorge entró con mucho cuidado en la casa y pisando de puntillas se acercó a la cama y se acostó sin desvestirse. Contuvo la respiración para comprobar si alguien se había despertado y concluyó que nadie había notado su ausencia. 

—¿Cuánto tiempo he estado fuera, —se preguntó, aunque no consiguió calcularlo—. 

Hubiera apostado a que había sido casi toda la noche porque, cuando Tyto se fue volando, la luna ya había desaparecido y le pareció que el cielo se empezaba a teñir de un sedoso color que iba del rosado pálido al dorado, presagiando la proximidad de un nuevo día que el muchacho ya sentía como el más dichoso de su vida. Las emociones que había vivido aquella noche le impidieron dormirse enseguida a pesar del cansancio. Deseó que Tyto hubiera encontrando comida para sus exigentes pollitos y empezó a imaginarse cuándo y cómo sería el próximo vuelo. Hizo incluso una relación mental de los lugares que le gustaría visitar e imaginó cómo serían las laderas, prados, pueblos, bosques y barrancos más allá de donde vivía. Sin notarlo cayó en un profundo y placentero sueño en el que ya no había sitio para ninguna aterradora bruja que lo perseguía con un cuchillo mientras él permanecía clavado en el suelo. Ahora no sentía ningún miedo y volaba ya libre y ligero sobre un mundo por descubrir junto a su amiga la coruja. 

FIN

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©José Luis Díaz Ramos


Nos queda la palabra

Parafraseo en el título un poema de Blas de Otero que he recordado cuando pensaba en cómo iniciar este artículo. Comienza así: "Si he p...