25 enero 2022

Nos queda la palabra

Parafraseo en el título un poema de Blas de Otero que he recordado cuando pensaba en cómo iniciar este artículo. Comienza así:

"Si he perdido la vida, el tiempo,

Todo lo tiré como un anillo al agua,

Si he perdido la voz en la maleza, 

Me queda la palabra"

La palabra nos humaniza porque nos diferencia del resto de los animales al tiempo que nos dota de una herramienta con un poder inigualable. Aunque perdamos todo lo demás, mientras nos quede la palabra conservaremos la condición humana. En la Grecia clásica, de cuya cultura seguimos siendo deudores, aunque la mayoría de nuestra sociedad lo ignore o lo desprecie, la palabra integra un concepto mucho más amplio que incluye también el pensamiento y la razón: el logos.

Estamos hechos de palabras

En realidad estamos ante diferentes manifestaciones de una misma idea, la capacidad humana para el pensamiento racional y su comunicación mediante la palabra escrita o hablada. Si la palabra fuera solo una herramienta para satisfacer nuestras necesidades primarias – aunque también sirva a ese fin – su función no se diferenciaría demasiado del lenguaje de otros animales. La diferencia radical es la capacidad de transmitir con palabras ideas y conceptos abstractos con los que buscamos convencer, disuadir, entusiasmar o emocionar a quienes nos escuchan. En las palabras viajan miedos y esperanzas, tristezas y alegrías, proyectos e intereses; en definitiva nuestra percepción de una realidad de la que queremos que nuestros oyentes sean en alguna medida copartícipes.

Al transmitir así nuestra cosmovisión nos abrimos también a recibir la de los demás, generando un complejo proceso de comunicación de ida y vuelta característico de las relaciones humanas. En ese proceso la palabra puede ser tanto una poderosa herramienta de libertad como de esclavitud en el sentido moral y ético de este término. “Somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios”, dice un antiguo proverbio. 

Porque de la palabra nacen las más nobles y elevadas aspiraciones del ser humano pero también las más viles y ruines; la palabra sirvió a la causa de la Revolución Francesa pero también a la del nazismo; ha peleado por la razón y la justicia contra la sinrazón de la esclavitud y ha justificado las atrocidades de los campos de exterminio. Con sus dos caras según el uso con el que se emplee, la palabra es con diferencia el arma más poderosa de los seres humanos para bien y para mal, para el avance hacia un mundo mejor o para la regresión.

La palabra y las redes sociales

Tengo la inquietante sensación de que avanzamos rumbo a una sociedad cada día más ágrafa e incapaz de ponderar el peso, el valor y el poder de la palabra. En la era de las tecnologías de la información, la palabra padece una profunda transformación de consecuencias aún imprevisibles para la comunicación humana. Los mensajes sincopados en las redes sociales están empobreciendo el proceso de la comunicación que ya se desarrolla en buena medida en ese tipo de ámbitos en detrimento de otros canales. Pareciera como si ya solo fuéramos capaces de transmitir gran parte de nuestros pensamientos o estados de ánimo a través de mensajes breves y emoticonos, convencidos de que al hacerlo en redes encontraremos un eco mayor cuando en realidad solo contribuimos a generar más ruido y a aislarnos más de nuestros semejantes.

Los usuarios de las redes somos invitados a intentar transmitir en unos pocos caracteres ideas complejas y apoyarlas en todo caso con algunos emoticonos estandarizados que a duras penas pueden reflejar los matices del pensamiento y las emociones: no hay espacio para la reflexión, el matiz o la duda que solo la palabra hablada o escrita sin limitaciones artificiales puede reflejar. En resumen, se nos empuja a ser usuarios compulsivos de redes en las que es imposible la reflexión o el debate, las grandes virtudes de la palabra tal y como la concebían los griegos.

Soy periodista radiofónico, por lo que la palabra ha sido necesariamente mi principal herramienta de trabajo. Bastantes años después de haber dado los primeros pasos en este medio, mi respeto por la palabra no ha dejado de crecer. Estoy convencido de que una vida entera no es suficiente para desentrañar todos los secretos y posibilidades de la palabra escrita o hablada, como es mi caso. No me refiero solo a los aspectos formales (gramática, sintaxis), conjunto de reglas que es imprescindible respetar y manejar con una cierta solvencia para conseguir una comunicación eficaz. Hablo sobre todo de una serie de aspectos mucho más sutiles que tienen que ver con el sentido y la intencionalidad consciente o inconsciente en el empleo de las palabras.

Me sorprendo cada día descubriendo nuevos matices en la entonación o en el ritmo de las frases; percibo posibilidades nuevas en una inflexión de la voz, en una parada enfática o en un sesgo irónico. Soy consciente de transmitir de una manera más o menos explícita mi visión de la realidad o mi estado de ánimo. No creo en el lenguaje neutro e impersonal y veo imposible que el uso de determinadas palabras en lugar de otras o la fuerza y el acento con la que se pronuncian no denoten de algún modo el pensamiento de quien las emplea. Si se me permite el símil, creo que la palabra es como el cincel del escultor que se expresa a través de la obra que esculpe: los humanos damos forma a nuestro mundo y le conferimos orden y sentido con palabras al igual que el escultor organiza y modela el suyo a golpe de cincel.

El futuro de las palabras

Sería una locura por mi parte atreverme a predecir el futuro de la palabra pero lo que percibo me intranquiliza. Doy por hecho que la necesidad de comunicación de la especie humana a través de esa herramienta única no podrá desaparecer porque sería como si la propia especie perdiera su característica más definitoria. Cuestión diferente es la calidad y la profundidad de esa comunicación, si es algo más que una serie de espasmódicos mensajes en medio de un océano inabarcable de mensajes similares o es un intercambio razonablemente fluido de pensamientos, experiencias y estados de ánimo.

No es mi intención restarle ni un gramo de importancia al avance que han supuesto las redes para la transmisión de noticias casi en tiempo real; no es imposible, aunque no frecuente, encontrar reflexiones breves pero con enjundia o análisis certeros de la realidad, capaces de decir más en unos pocos caracteres que en unos cuantos folios. Las redes nos acercan de forma instantánea las reacciones y valoraciones de la gente corriente ante todo tipo de acontecimientos públicos de trascendencia social, aunque también suelen ser el vehículo de la banalidad o la trivialidad más absolutas. 

Es precisamente la tentación de reaccionar a toda prisa y hacerlo con las entrañas antes que con la razón la que genera climas por momentos irrespirables y cargados de una inusitada violencia verbal. Al mismo tiempo, los bulos y las noticias falsas que circulan en las redes se han convertido en una seria preocupación política por la capacidad desestabilizadora que tienen para el sistema democrático.

Lo que tenemos ante nosotros es una comunicación cada vez más atomizada, plana y atenta sobre todo a provocar el efecto inmediato sobre el receptor: que esos mensajes sean ignorados por la red o que nadie o muy pocos nos respalden con comentarios o “me gusta” decepciona y hasta genera problemas de ansiedad y aislamiento entre los jóvenes nativos digitales, a quienes parece como si les costara imaginar formas distintas de comunicación.

Reducir cada vez más la comunicación al estrecho marco que nos impone el imperio de las redes, es renunciar al universo infinito de posibilidades que nos ofrece la palabra como vehículo insustituible para interactuar socialmente, con toda la flexibilidad y la riqueza de matices que un mensaje de unos cuantos caracteres nunca podrá lograr por muchos emoticonos que lo acompañen. No permitamos que nos roben la palabra viva y rica que nos define como seres racionales, aprendamos a amarla, a respetarla y no nos rindamos nunca ante la engañosa facilidad de comunicación que nos ofrecen las redes, lo cual no implica actuar como si no existieran o no constituyeran un fenómeno social con el que hay que contar. Pero ante todo, no perdamos la palabra y nuestro contacto cotidiano vivo y profundo con ella porque entonces estaremos en trance de haberlo perdido todo.

Releer a Galdós en el siglo XXI

Aclaro para empezar que no soy galdosiano aunque sí lector frecuente de Galdós. Lo digo porque, aunque parezca que lo segundo debe ser la condición para lo primero, no siempre ocurre así. De hecho empiezo a sospechar que el número de galdosianos sobrevenidos con motivo del reciente centenario de la muerte del escritor canario ya gana por goleada a los simples mortales que leen o han leído a Galdós en algún momento de sus vidas. Yo soy uno de esos simples mortales y ni tan siquiera puedo decir en mi descargo, como hacen algunos, que empecé a leer a Galdós antes de soltar el chupete o desde que llevaba pantalón corto.

Mi acercamiento a la obra galdosiana fue mucho más tardío, esporádico y asilvestrado, así que no tengo nada de lo que presumir por ese lado: ahora una obra de teatro, dentro de un año una novela y alguna que otra vez un episodio nacional. Y pare usted de contar, salvo que añada que de pequeño no me perdía la emisión en Radio Nacional de España de lo que entonces me pareció una magnífica dramatización de los Episodios Nacionales, con los que aprendí a compartir las penas y las aventuras del bueno de Gabriel de Araceli. Cuando tuve la oportunidad de leer la primera serie de los Episodios, Araceli era ya para mí un viejo conocido.

Si me preguntan si me gusta el estilo galdosiano no podría decir ni sí ni no sin dudarlo un segundo, aunque ese es un criterio que suelo aplicar a cualquier escritor cuya obra caiga en mis manos: siempre hay aspectos con los que se disfruta y otros que fatigan o irritan. En Galdós se puede encontrar de todo esto en abundantes cantidades. Aprovecho también para advertir de que si no quiero pasar por galdosiano menos quisiera parecer crítico literario; hablo solo desde el punto de vista de un lector que lee mucho y que, como cualquier otro en su lugar, tiene sus gustos y sus fobias. Del estilo de Galdós es justo valorar ante todo su portentosa capacidad para definir caracteres humanos y dotarlos de vida propia, tanto por la descripción física de los mismos como por las virtudes morales que los adornan o de las que carecen.

Los chispeantes diálogos galdosianos - mero costumbrismo para los más puristas -  revelan un profundo conocimiento de las expresiones lingüísticas de los grupos sociales de la época, así como una suerte de ternura irónica que Galdós no niega ni siquiera a algunos de sus personajes más abyectos: en todos hay siempre un resquicio de humanidad que, por pequeño que sea, redime de la condena inapelable del lector. Pero Galdós era también un hijo de su tiempo que no ignoraba el gusto de los lectores a los que se debía: esto hacía que su vena de sentimental incorregible se materializa en largas escenas folletinescas capaces de poner a prueba la paciencia del lector más curtido, incluyendo el que suscribe.

Pero más allá de cuestiones estilísticas siempre controvertidas, creo que si algo caracteriza por encima de otras consideraciones la ingente obra galdosiana es su profundo sentido ético y moral. Pertrechado de ese espíritu recorrió nuestro escritor la tormentosa historia española del siglo XIX, que diseccionó con una profundidad que no encontraremos en ningún otro autor de su generación. Personalmente ese es el Galdós más genuino y el que más atrae con permiso de escritores como Javier Cercas, para quienes un autor tal vez debería refugiarse en una suerte de torre de marfil y abstenerse de cualquier compromiso con la realidad de su tiempo.

Galdós nunca hizo nada de eso, sino que se remangó y se metió de lleno en el barro: en sus obras, particularmente en los Episodios Nacionales, puso en solfa una España plagada de frailes, monjas, curas, nobles decadentes, traidores, afrancesados, reyes felones y espadones. Deplora el atraso secular del país, el estado de sus caminos y fondas, la miseria moral y material, la superstición, el uso de las instituciones para el lucro personal y la prebenda de por vida, la conspiración constante, la traición, y la falta de ética entre quienes deberían dar ejemplo.

Galdós no ahorró ironía mordaz en la descripción de una España que perdió el tren del siglo XIX en mil y una batallas estériles, atrapada entre un pasado de grandeza marchita que nunca regresaría y un futuro que se presentía pero que se resistía a hacerse realidad. En ese ambiente surgen con inusitado vigor moral los personajes más nobles de Galdós, generalmente sencillos ciudadanos de a pie como los que protagonizan las distintas series de los Episodios. Ellos son para Galdós los llamados a regenerar un país casi analfabeto, sumido en el oscurantismo de las sacristías, las covachuelas de los intrigantes profesionales y los salones de palacio a los que se acudía a medrar y a solicitar prebendas y canonjías de la monarquía.

Salvando todas las distancias que haya menester, muchas de las reflexiones que encontramos en los Episodios o en muchas de sus obras de teatro son de aplicación a los revueltos tiempos actuales, prueba de que en algunos aspectos el país arrastra aún viejos atavismos y demonios de los que parece imposible librarse para siempre y que Galdós supo identificar y denunciar de forma certera. En resumen, mi modesta recomendación es ignorar olímpicamente las polémicas de campanario que más de cien años después de su muerte rodean todavía la figura de Galdós y leer sus obra con espíritu crítico y mente abierta, la mejor manera de rendirle reconocimiento y sacarle todo el provecho.

Nos queda la palabra

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