25 enero 2022

Nos queda la palabra

Parafraseo en el título un poema de Blas de Otero que he recordado cuando pensaba en cómo iniciar este artículo. Comienza así:

"Si he perdido la vida, el tiempo,

Todo lo tiré como un anillo al agua,

Si he perdido la voz en la maleza, 

Me queda la palabra"

La palabra nos humaniza porque nos diferencia del resto de los animales al tiempo que nos dota de una herramienta con un poder inigualable. Aunque perdamos todo lo demás, mientras nos quede la palabra conservaremos la condición humana. En la Grecia clásica, de cuya cultura seguimos siendo deudores, aunque la mayoría de nuestra sociedad lo ignore o lo desprecie, la palabra integra un concepto mucho más amplio que incluye también el pensamiento y la razón: el logos.

Estamos hechos de palabras

En realidad estamos ante diferentes manifestaciones de una misma idea, la capacidad humana para el pensamiento racional y su comunicación mediante la palabra escrita o hablada. Si la palabra fuera solo una herramienta para satisfacer nuestras necesidades primarias – aunque también sirva a ese fin – su función no se diferenciaría demasiado del lenguaje de otros animales. La diferencia radical es la capacidad de transmitir con palabras ideas y conceptos abstractos con los que buscamos convencer, disuadir, entusiasmar o emocionar a quienes nos escuchan. En las palabras viajan miedos y esperanzas, tristezas y alegrías, proyectos e intereses; en definitiva nuestra percepción de una realidad de la que queremos que nuestros oyentes sean en alguna medida copartícipes.

Al transmitir así nuestra cosmovisión nos abrimos también a recibir la de los demás, generando un complejo proceso de comunicación de ida y vuelta característico de las relaciones humanas. En ese proceso la palabra puede ser tanto una poderosa herramienta de libertad como de esclavitud en el sentido moral y ético de este término. “Somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios”, dice un antiguo proverbio. 

Porque de la palabra nacen las más nobles y elevadas aspiraciones del ser humano pero también las más viles y ruines; la palabra sirvió a la causa de la Revolución Francesa pero también a la del nazismo; ha peleado por la razón y la justicia contra la sinrazón de la esclavitud y ha justificado las atrocidades de los campos de exterminio. Con sus dos caras según el uso con el que se emplee, la palabra es con diferencia el arma más poderosa de los seres humanos para bien y para mal, para el avance hacia un mundo mejor o para la regresión.

La palabra y las redes sociales

Tengo la inquietante sensación de que avanzamos rumbo a una sociedad cada día más ágrafa e incapaz de ponderar el peso, el valor y el poder de la palabra. En la era de las tecnologías de la información, la palabra padece una profunda transformación de consecuencias aún imprevisibles para la comunicación humana. Los mensajes sincopados en las redes sociales están empobreciendo el proceso de la comunicación que ya se desarrolla en buena medida en ese tipo de ámbitos en detrimento de otros canales. Pareciera como si ya solo fuéramos capaces de transmitir gran parte de nuestros pensamientos o estados de ánimo a través de mensajes breves y emoticonos, convencidos de que al hacerlo en redes encontraremos un eco mayor cuando en realidad solo contribuimos a generar más ruido y a aislarnos más de nuestros semejantes.

Los usuarios de las redes somos invitados a intentar transmitir en unos pocos caracteres ideas complejas y apoyarlas en todo caso con algunos emoticonos estandarizados que a duras penas pueden reflejar los matices del pensamiento y las emociones: no hay espacio para la reflexión, el matiz o la duda que solo la palabra hablada o escrita sin limitaciones artificiales puede reflejar. En resumen, se nos empuja a ser usuarios compulsivos de redes en las que es imposible la reflexión o el debate, las grandes virtudes de la palabra tal y como la concebían los griegos.

Soy periodista radiofónico, por lo que la palabra ha sido necesariamente mi principal herramienta de trabajo. Bastantes años después de haber dado los primeros pasos en este medio, mi respeto por la palabra no ha dejado de crecer. Estoy convencido de que una vida entera no es suficiente para desentrañar todos los secretos y posibilidades de la palabra escrita o hablada, como es mi caso. No me refiero solo a los aspectos formales (gramática, sintaxis), conjunto de reglas que es imprescindible respetar y manejar con una cierta solvencia para conseguir una comunicación eficaz. Hablo sobre todo de una serie de aspectos mucho más sutiles que tienen que ver con el sentido y la intencionalidad consciente o inconsciente en el empleo de las palabras.

Me sorprendo cada día descubriendo nuevos matices en la entonación o en el ritmo de las frases; percibo posibilidades nuevas en una inflexión de la voz, en una parada enfática o en un sesgo irónico. Soy consciente de transmitir de una manera más o menos explícita mi visión de la realidad o mi estado de ánimo. No creo en el lenguaje neutro e impersonal y veo imposible que el uso de determinadas palabras en lugar de otras o la fuerza y el acento con la que se pronuncian no denoten de algún modo el pensamiento de quien las emplea. Si se me permite el símil, creo que la palabra es como el cincel del escultor que se expresa a través de la obra que esculpe: los humanos damos forma a nuestro mundo y le conferimos orden y sentido con palabras al igual que el escultor organiza y modela el suyo a golpe de cincel.

El futuro de las palabras

Sería una locura por mi parte atreverme a predecir el futuro de la palabra pero lo que percibo me intranquiliza. Doy por hecho que la necesidad de comunicación de la especie humana a través de esa herramienta única no podrá desaparecer porque sería como si la propia especie perdiera su característica más definitoria. Cuestión diferente es la calidad y la profundidad de esa comunicación, si es algo más que una serie de espasmódicos mensajes en medio de un océano inabarcable de mensajes similares o es un intercambio razonablemente fluido de pensamientos, experiencias y estados de ánimo.

No es mi intención restarle ni un gramo de importancia al avance que han supuesto las redes para la transmisión de noticias casi en tiempo real; no es imposible, aunque no frecuente, encontrar reflexiones breves pero con enjundia o análisis certeros de la realidad, capaces de decir más en unos pocos caracteres que en unos cuantos folios. Las redes nos acercan de forma instantánea las reacciones y valoraciones de la gente corriente ante todo tipo de acontecimientos públicos de trascendencia social, aunque también suelen ser el vehículo de la banalidad o la trivialidad más absolutas. 

Es precisamente la tentación de reaccionar a toda prisa y hacerlo con las entrañas antes que con la razón la que genera climas por momentos irrespirables y cargados de una inusitada violencia verbal. Al mismo tiempo, los bulos y las noticias falsas que circulan en las redes se han convertido en una seria preocupación política por la capacidad desestabilizadora que tienen para el sistema democrático.

Lo que tenemos ante nosotros es una comunicación cada vez más atomizada, plana y atenta sobre todo a provocar el efecto inmediato sobre el receptor: que esos mensajes sean ignorados por la red o que nadie o muy pocos nos respalden con comentarios o “me gusta” decepciona y hasta genera problemas de ansiedad y aislamiento entre los jóvenes nativos digitales, a quienes parece como si les costara imaginar formas distintas de comunicación.

Reducir cada vez más la comunicación al estrecho marco que nos impone el imperio de las redes, es renunciar al universo infinito de posibilidades que nos ofrece la palabra como vehículo insustituible para interactuar socialmente, con toda la flexibilidad y la riqueza de matices que un mensaje de unos cuantos caracteres nunca podrá lograr por muchos emoticonos que lo acompañen. No permitamos que nos roben la palabra viva y rica que nos define como seres racionales, aprendamos a amarla, a respetarla y no nos rindamos nunca ante la engañosa facilidad de comunicación que nos ofrecen las redes, lo cual no implica actuar como si no existieran o no constituyeran un fenómeno social con el que hay que contar. Pero ante todo, no perdamos la palabra y nuestro contacto cotidiano vivo y profundo con ella porque entonces estaremos en trance de haberlo perdido todo.

Releer a Galdós en el siglo XXI

Aclaro para empezar que no soy galdosiano aunque sí lector frecuente de Galdós. Lo digo porque, aunque parezca que lo segundo debe ser la condición para lo primero, no siempre ocurre así. De hecho empiezo a sospechar que el número de galdosianos sobrevenidos con motivo del reciente centenario de la muerte del escritor canario ya gana por goleada a los simples mortales que leen o han leído a Galdós en algún momento de sus vidas. Yo soy uno de esos simples mortales y ni tan siquiera puedo decir en mi descargo, como hacen algunos, que empecé a leer a Galdós antes de soltar el chupete o desde que llevaba pantalón corto.

Mi acercamiento a la obra galdosiana fue mucho más tardío, esporádico y asilvestrado, así que no tengo nada de lo que presumir por ese lado: ahora una obra de teatro, dentro de un año una novela y alguna que otra vez un episodio nacional. Y pare usted de contar, salvo que añada que de pequeño no me perdía la emisión en Radio Nacional de España de lo que entonces me pareció una magnífica dramatización de los Episodios Nacionales, con los que aprendí a compartir las penas y las aventuras del bueno de Gabriel de Araceli. Cuando tuve la oportunidad de leer la primera serie de los Episodios, Araceli era ya para mí un viejo conocido.

Si me preguntan si me gusta el estilo galdosiano no podría decir ni sí ni no sin dudarlo un segundo, aunque ese es un criterio que suelo aplicar a cualquier escritor cuya obra caiga en mis manos: siempre hay aspectos con los que se disfruta y otros que fatigan o irritan. En Galdós se puede encontrar de todo esto en abundantes cantidades. Aprovecho también para advertir de que si no quiero pasar por galdosiano menos quisiera parecer crítico literario; hablo solo desde el punto de vista de un lector que lee mucho y que, como cualquier otro en su lugar, tiene sus gustos y sus fobias. Del estilo de Galdós es justo valorar ante todo su portentosa capacidad para definir caracteres humanos y dotarlos de vida propia, tanto por la descripción física de los mismos como por las virtudes morales que los adornan o de las que carecen.

Los chispeantes diálogos galdosianos - mero costumbrismo para los más puristas -  revelan un profundo conocimiento de las expresiones lingüísticas de los grupos sociales de la época, así como una suerte de ternura irónica que Galdós no niega ni siquiera a algunos de sus personajes más abyectos: en todos hay siempre un resquicio de humanidad que, por pequeño que sea, redime de la condena inapelable del lector. Pero Galdós era también un hijo de su tiempo que no ignoraba el gusto de los lectores a los que se debía: esto hacía que su vena de sentimental incorregible se materializa en largas escenas folletinescas capaces de poner a prueba la paciencia del lector más curtido, incluyendo el que suscribe.

Pero más allá de cuestiones estilísticas siempre controvertidas, creo que si algo caracteriza por encima de otras consideraciones la ingente obra galdosiana es su profundo sentido ético y moral. Pertrechado de ese espíritu recorrió nuestro escritor la tormentosa historia española del siglo XIX, que diseccionó con una profundidad que no encontraremos en ningún otro autor de su generación. Personalmente ese es el Galdós más genuino y el que más atrae con permiso de escritores como Javier Cercas, para quienes un autor tal vez debería refugiarse en una suerte de torre de marfil y abstenerse de cualquier compromiso con la realidad de su tiempo.

Galdós nunca hizo nada de eso, sino que se remangó y se metió de lleno en el barro: en sus obras, particularmente en los Episodios Nacionales, puso en solfa una España plagada de frailes, monjas, curas, nobles decadentes, traidores, afrancesados, reyes felones y espadones. Deplora el atraso secular del país, el estado de sus caminos y fondas, la miseria moral y material, la superstición, el uso de las instituciones para el lucro personal y la prebenda de por vida, la conspiración constante, la traición, y la falta de ética entre quienes deberían dar ejemplo.

Galdós no ahorró ironía mordaz en la descripción de una España que perdió el tren del siglo XIX en mil y una batallas estériles, atrapada entre un pasado de grandeza marchita que nunca regresaría y un futuro que se presentía pero que se resistía a hacerse realidad. En ese ambiente surgen con inusitado vigor moral los personajes más nobles de Galdós, generalmente sencillos ciudadanos de a pie como los que protagonizan las distintas series de los Episodios. Ellos son para Galdós los llamados a regenerar un país casi analfabeto, sumido en el oscurantismo de las sacristías, las covachuelas de los intrigantes profesionales y los salones de palacio a los que se acudía a medrar y a solicitar prebendas y canonjías de la monarquía.

Salvando todas las distancias que haya menester, muchas de las reflexiones que encontramos en los Episodios o en muchas de sus obras de teatro son de aplicación a los revueltos tiempos actuales, prueba de que en algunos aspectos el país arrastra aún viejos atavismos y demonios de los que parece imposible librarse para siempre y que Galdós supo identificar y denunciar de forma certera. En resumen, mi modesta recomendación es ignorar olímpicamente las polémicas de campanario que más de cien años después de su muerte rodean todavía la figura de Galdós y leer sus obra con espíritu crítico y mente abierta, la mejor manera de rendirle reconocimiento y sacarle todo el provecho.

09 septiembre 2021

Primo Levi y la banalidad del mal


 Si esto es un hombre

Si está usted entre quienes gustan de libros fáciles de leer, que no generen incomodidad física o moral y que tengan siempre un final feliz, ni se atreva a abrir las páginas de la "Trilogía de Auschwitz" de Primo Levi. Su obra, especialmente "Si esto es un hombre"causa desasosiego, pone un nudo en la garganta y otro en el estómago y obliga con frecuencia a cerrar el libro y a tomarse un respiro ante tanta miseria moral y tanta maldad reunidas. No, la "Trilogía de Auschwitz" no es un libro para leer junto a la piscina o en la playa, sino para apurarlo hasta la última sílaba en silencio y concentrado para captar y comprender cuánto sufrimiento destilan sus páginas. Solo así podrá el lector hacerse una imagen, siquiera sea débil y borrosa, de lo que debió suponer para el autor su paso por un campo nazi de extermino. La "Trilogíaes seguramente uno de los libros de memorias más sinceros y auténticos que se haya escrito jamás, con el mérito añadido de que el autor, lejos de lo que cabría esperar, no se deja arrastrar por el odio, el rencor o la desesperación, para los que no le hubieran faltado sobrados y legítimos motivos. 

"No es un libro para leer junto a la piscina"

Al contrario, las palabras de Levi entre tanta cochambre moral son como una flor que brota en medio del lodazal más espeso, en el que el autor de este relato insuperable se vio obligado a chapotear durante meses, consciente de la altísima probabilidad de no sobrevivir para contarlo. Dolor infinito, injusticia inabarcable, pero también serenidad y contención unidas a penalidades indecibles, que solo un ser humano de una fortaleza moral a prueba de la más cruel de las vesanias es capaz de mostrar cuando sabe que en cualquier momento le puede llegar la hora final en una de las "selecciones" de desgraciados prisiones que eran enviados a las cámaras de gas. Ese fue el final terrible de la mayoría de quienes le acompañaron en su vía crucis desde que fue detenido por los nazis cuando apenas era un joven imberbe que se acababa de unir a la resistencia italiana contra los alemanes. 

Su condición de judío hacía de él un candidato prácticamente seguro a las cámaras de gas, lo que le lleva a reconocer que, si sobrevivió al campo de concentración, se debió sobre todo a su buena suerte. Mientras esperaba que en cualquier momento llegara la hora terrible, Levi se aferró con todas sus fuerzas a la vida e intentó encontrar en la amistad con otros desgraciados como él una justificación que le permitiera seguir sintiéndose un ser humano y le ayudara a sobrellevar las penalidades y sufrimientos del cautiverio. Esa amistad era el último asidero a la capacidad humana para la compasión y la colaboración, en un entorno incomprensible en el que eran los propios prisioneros elegidos por los nazis quienes debían humillar a diario a sus compañeros de infortunios y castigarlos con la mayor crueldad. 

"Levi se aferró con todas sus fuerzas a la vida"

Ante la estrategia nazi de despojar a los prisioneros de cualquier asomo de resistencia, dignidad y voluntad, Levi se alza ante nuestros ojos como un gigante que nos muestra queni la más atroz e inhumana de las dictaduras, y la nazi tiene un terrible lugar de honor en la Historia, puede arrancarnos aquello que nos diferencia de los animales irracionales y nuestras ansias de libertadSolo la muerte consigue acabar con nuestra conciencia de seres racionales, aunque los castigos, las humillaciones y las vejaciones de todo tipo hayan conseguido reducir ese espíritu a la mínima expresión e incluso hacer que lo sepultemos en un oscuro rincón de nuestro interior mientras se intenta sobrevivir.  

Primo Levi
La tregua

Pudo haber llegado la muerte, de hecho era lo que Levi y sus compañeros de penalidades esperaban a diario durante su cautiverio en Auschwitz. Sin embargo, inopinadamente, llegó la libertad: los alemanes huyeron dejándolo todo atrás, incluidos sus prisioneros enfermos o moribundos, y llegaron los rusos, aunque aún tuvieron que pasar varias semanas antes de poder abandonar Auschwitz. Parece evidente que el Ejército ruso no esperaba encontrar centenares de prisiones de diferentes nacionalidades en unas condiciones tan lamentables y hubo de improvisar sobre la marcha para decidir qué hacer con ellos. Cuando al final abandonaron el lager o campo de concentración, no lo hicieron para volver inmediatamente a casa y empezar a olvidar cuanto antes los horrores de su inicua prisión. 

"La pesadilla se prolongó aún varios meses más"

La pesadilla se prolongó aún varios meses más en los que se vieron obligados a vagar sin rumbo por Polonia, a bordo de trenes de carga desvencijados y sufriendo enfermedades, hambre y frío. Muchos de los que sobrevivieron a Auschwitz no lograron en cambio superar esta segunda parte de su cruel calvario. Sin embargo, el relato de Levi toma aquí un tono algo más esperanzado, una esperanza que radica siempre en la anhelada vuelta a casa con los suyos, que ni siquiera saben si aún está vivo o ha muerto. En ese deambular por ciudades, pueblos y villorrios polacos se generan nuevas relaciones de amistad pero también de competencia entre los prisioneros liberados, que en muchas ocasiones no tienen más remedio que recurrir a la picaresca y a la zancadilla para poder comer o encontrar un sitio donde dormir bajo techo.

Encoge el espíritu pensar en estos pobres desgraciados, que después de los horrores del campo de concentración nazi y cuando sueñan ya con abrazar a los suyos, deben vagabundear sin rumbo fijo por un país cuyo idioma desconocen y en el que deben arreglárselas prácticamente solos para sobrevivir. Los rusos se limitan a aparcarlos en algún pueblo durante semanas o a llevarlos de aquí para allá sin tener muy claro qué dirección tomar, mientras ellos se concentran solo en sobrevivir como pueden. Con todo, la narración tiene en esta segunda parte de la trilogía un cariz mucho más luminoso: ya no predominan las visiones de la muerte, las humillaciones y las penalidades diarias  sino la esperanza del regreso en algún momento que, por desgracia, nadie sabía cuando iba a llegar, ni siquiera los rusos que se habían ocupado de ellos. 

"Por fin llegó el día de poner rumbo a casa"

Pero así como llegó la liberación del campo de exterminio, llegó también el día en el que por fin pusieron rumbo a casa para el reencuentro con los suyos, no sin antes haber protagonizado una nueva y larga marcha en tren a través de Polonia, Rumanía, Alemania, Austria y por fin Italia. El nudo en la garganta y las imágenes del horror de Auschwitz han dado paso a un sueño que parecía inalcanzable pero que ya se ha hecho realidad, pero también a una profunda reflexión sobre la culpa, la vergüenza, la responsabilidad y el olvido, los grandes asuntos a los que Levi dedica la tercera y última parte de su trilogía a modo de corolario de su terrible experiencia. 

Entrada al campo de concentración de Auschwitz

Los hundidos y los salvados. 

¿Sabían los alemanes de la existencia de los campos de concentración nazi? Ni Levi ni historiadores profesionales posteriores que han estudiado este aspecto del Tercer Reich, tienen dudas de que lo conocían o al menos intuían o sospechaban de sus existencia y callaron o miraron a otro lado por miedo, comodidad o connivencia. A pesar del carácter hermético del estado nazi, basta pensar en la correspondencia de los soldados destinados a la vigilancia de los campos de concentración con sus familias para deducir que tuvieron que circular noticias y comentarios sobre aquella terrible realidad. Además, por fuerza los alemanes debían hacerse preguntas sobre la suerte de sus vecinos judíos que desaparecían de la noche a la mañana sin dar explicaciones. 

Muchas empresas como fábricas o granjas agrícolas sacaban provecho de la mano de obra esclava de los lager a los que, además, suministraban todo tipo de productos. Es imposible suponer que los responsables de esas empresas no supieran para quién trabajaban y tuvieran al menos sospechas sobre lo que ocurría en aquellos lugares. Es cierto que los nazis hicieron todo lo posible por borrar la enormidad de su crimen destruyendo documentos y arrasando las instalaciones. Pero no lo consiguieron por completo y la verdad terminó aflorando. Una verdad tan horrorosa que, como recuerda Levi, resultaba casi imposible de creer para las familias de los sobrevivientes. 

"Los nazis hicieron todo lo posible para borrar la enormidad de su crimen"

La tercera parte de la trilogía es también una minuciosa radiografía del microcosmos de los campos de concentración, un mundo hermético con reglas incomprensibles, dictadas en un idioma desconocido para muchos, y ante las que de nada valía emplear la razón para desentrañarlas. La vida en el campo de concentración se limitaba a sobrevivir evitando en la medida de lo posible las patadas, los golpes, los insultos y las vejaciones diarias. Tal vez lo más incomprensible de todo para ellos era que los protagonistas de esa brutalidad eran también prisioneros obligados por los nazis a vigilar y castigar a sus propios compañeros de cautiverio. El caso más extremo es el de los escuadrones especiales, integrados por prisioneros judíos que tenían encomendado el funcionamiento de las cámaras de gas, de gasear a los desgraciados que habían sido "seleccionados" y de retirar luego los cadáveres para arrojarlos en fosas comunes; cámaras de gas a las que indefectiblemente terminaban siendo conducidos ellos también para no dejar memoria viva del horror. Hasta este punto de crueldad y maldad llegaba el régimen nazi. 

Pero la memoria es frágil y no es la misma la de los opresores que la de los oprimidos. Los primeros no tardan en "olvidar", muestran lagunas incomprensibles o alegan que tuvieron que obedecer para salvar la vida. Las víctimas también recuerda de forma deficiente, pero no con intención de engañar como sus verdugos. Ellas, además, arrastran para siempre el estigma de la vergüenza: "Era la vergüenza que los alemanes no conocían, la que siente el justo ante la culpa cometida por otro, que le pesa por su mismo existencia, porque ha sido introducida irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen, y porque su buena voluntad ha sido nula o insuficiente, y no ha sido capaz de contrarrestarla"

"La liberación anhelada abrió la puerta a un nuevo sufrimiento"

La liberación tan anhelada había abierto una puerta a un nuevo sufrimiento: la familia dispersada o destruida, la incredulidad de la magnitud del horror, el dolor universal, la extenuación que parecía no poder curarse, la vida que había que empezar de nuevo...y la vergüenza. Levi admite haber sentido esa culpa durante y después del cautiverio, un dolor profundo que llevó a muchos sobrevivientes al suicidio. "Emergía la conciencia de no haber hecho nada, o lo suficiente, contra el sistema por el que estábamos absorbidos". El autor nos cuenta que casi todos los sobrevivientes tenían sentimiento de culpa por omisión de socorro a sus compañeros: "Faltaba tiempo, espacio, condiciones para las confidencias, paciencia, fuerza". 

Conclusiones

La Trilogía es una obra profundamente vindicativa de la condición de humana frente a lo que la filósofa Hanna Arendt definió como "la banalidad del mal", entendiendo por esta expresión la existencia de individuos que se someten al sistema por inicuo que sea y actúan según sus reglas sin preguntarse sobre sus actos y sus consecuencias. Esa banalidad estaba tan presente en Auschwitz como en otros lager y supuso un elemento decisivo en los planes de exterminio previstos por Hitler y el régimen nazi

Levi despliega una extraordinaria capacidad para mostrarnos un cuadro completo de la barbarie en sus términos más dantescos y a la luz del principio más elemental de toda moral: la condición sagrada e inviolable de la vida y la dignidad humanas. A pesar de la fragilidad de la memoria a la que él mismo alude, la suya ha hecho posible este testimonio imperecedero del que puede considerarse uno de los momentos más siniestros y oscuros de la historia de la Humanidad. Es también, o debería ser, una luz roja permanente que avise cada día a las nuevas generaciones de hasta dónde puede llegar la crueldad del ser humano para con sus semejantes cuando el fanatismo, el odio y el sectarismo anulan la razón y la moral y aplastan todo aquello que nos distingue de las bestias más feroces.  

06 abril 2021

Radio radiuna (Relato)


 I


Tal y como lo recordaba muchos años después, todo comenzó la mañana de un lejano día en el patio de la casa en la que vivía con sus padres y hermanos. Si no le fallaba la memoria, estaba sentado en un muro bajo adosado a una pared lateral y era tan pequeño que sus pies no le llegaban al suelo; hasta era probable que su madre, o tal vez su padre, le subieran allí al ser él demasiado pequeño para encaramarse solo al banco. Recordaba también que en el patio había un hombre y junto a él un burro o quizá era un mulo, aunque eso no lo sabía con toda seguridad. El hombre, al que sus padres llamaban Segundo, revolvía en unos grandes cajones colocados a ambos lados del lomo del animal y extraía telas de colores que su madre examinaba con ojos y manos expertas, preguntando por la calidad y el precio. Después de la visita y de alguna que otra venta, Segundo cerraba los arcones y arreaba el burro o el mulo y visitaba a otros vecinos para ofrecerles su mercancía. Al arriero y a su bestia de carga solo se les veía de cuando en cuando, tal vez porque los caminos eran malos y los bolsillos de la gente de la zona no rebosaban de dinero.  

La casa estaba al pie de una ladera, próxima a un barranco por el que corría un pequeño hilo de agua en verano que se acrecentaba al llegar el invierno. Entonces era peligroso vadearlo, aunque él había descubierto que poniendo los pies en unas piedras estratégicamente situadas podía cambiar de orilla casi sin mojarse. Sus padres no le quitaban ojo y le advertían de que tuviera cuidado de no caer, pero para él no había otro lugar mejor para jugar. Eran juegos simples, casi sin juguetes que, por otro lado, no tenía. De hecho, sus primeros juguetes se los trajeron años después los Reyes Magos tras pedirlos a gritos todos los días durante al menos una semana, aunque esa es otra historia. Lo que no se conoce no se añora y a él le bastaban unas piedras para pasar horas jugando con el agua; hacía con ellas un embalse en el centro del cauce y contemplaba embobado los rodeos que daba el agua para sortearlas o cómo, cuando la represa se llenaba, pasaba limpiamente por encima y continuaba su camino barranco abajo. En estos juegos también participaban unos primos lejanos de su misma edad, que vivían al otro lado del barranco y a los que a veces acompañaba a su casa, en donde merendaban café con leche y galletas con un rico sabor tostado.  

No había electricidad ni agua corriente en su casa, carencias que la familia sobrellevaba con naturalidad ya que casi nadie gozaba de aquellas comodidades, más propias de la ciudad. La falta de electricidad se suplía con velas y el agua se acarreaba desde el barranco en cubos. Además de algunas visitas al médico del pueblo más cercano, mucho más habituales de lo que le hubieran gustado, lo único que rompía la apacible tranquilidad de sus primeros años de vida eran las visitas de Segundo con su bestia y su muestrario de telas, pantalones, blusas, faldas, calcetines, calzoncillos, sombreros, hojillas y máquinas de afeitar, jaboncillos y peines, entre otras muchas cosas extrañas y maravillosas a sus ojos, muchas de las cuales vio por primera vez gracias al vendedor ambulante.

Aunque no eran solo aquellos objetos lo que atraían la atención del niño, sino los caramelos que Segundo le regalaba y que fueron también los primeros que probó en su vida. En realidad no recordaba si se los regalaba el vendedor o se los compraban sus padres al vendedor ambulante, aunque para el caso no daba lo mismo. Siendo sincero tenía que admitir que el sabor nunca le gustó del todo pero eran los únicos caramelos que había y tampoco era cuestión de remilgos por tan poca cosa. 

    II

Fue en una de aquellas visitas cuando ocurrió algo que marcó la vida del chico. Segundo había llegado por el estrecho camino que desde el barranco conducía a la casa, llevando de la brida al burro o mulo con sus cajones a cuestas. Como en otras ocasiones fue recibido con una invitación a café que nunca rechazaba, a la vez que iba soltando las cuerdas que sostenían las cajas de la mercancía sobre el animal. De sus manos a las de la madre del chico circularon de nuevo telas de colores vivos, ropa y otros utensilios domésticos, que de todo llevaba aquella bestia sobre su lomo poderoso. Segundo era un hombre aún relativamente joven, de tez morena, alto y fuerte; sus manos de dedos cortos, gruesos y callosos revelaban que conocían las caricias del arado, el pico y el azadón. Con la soltura un poco torpe de quien no tiene por costumbre manejar objetos delicados, iba mostrando la mercancía y elogiándola como la mejor y más económica que se podía conseguir sin salir de las honduras de aquel barranco. 

El chico observaba sin perder detalle el proceso de compra y venta, acompañado casi siempre de un breve regateo con el que su madre buscaba ahorrar y el vendedor no irse de vacío. Fue entonces cuando su padre apareció por el camino que llevaba a los cultivos cercanos al barranco, en los que la familia plantaba papas, millo y algunas verduras para el consumo doméstico. Saludó a Segundo con un fuerte apretón de manos y le preguntó sin más preámbulos: 

—¿Se acordó de traer lo que le encargué la última vez que vino, don Segundo?

—Por supuesto, amigo —contestó el vendedor—. Ahora mismo iba a descargarlo y a enseñárselo.

—¿Cuánto me va a costar? —peguntó de nuevo su padre, al que siempre recodaba como una persona prudente cuando había que hacer un desembolso económico. 

—Lo que habíamos hablado, 4.000 pesetas —respondió Segundo.

El niño escuchaba sin entender casi nada. Pero, aunque no tenía ni idea de qué eran pesetas ni si «4.000» eran muchas o pocas, su expectación iba en aumento: ¿Qué sería aquello que su padre le había encargado a Segundo que costaba «4.000 pesetas»? 

Segundo bajó una caja alargada de la grupa del animal y la colocó con mucho cuidado sobre el murete, al lado de donde estaba sentado el chico. La abrió y sacó de su interior otra caja más pequeña pero de un color diferente: la que la contenía era tirando a marrón y esta parecía de un blanco un poco apagado. En su parte delantera tenía una especie de rejilla de tonos plateados y debajo una banda, alargada, estrecha y roja con rayas horizontales colocadas unas encima de otras; sobre esas rayas el chico vio escritos unos garabatitos blancos que no comprendió, aunque imaginó que serían las letras y los números que su padre le había dicho muchas veces que tendría que aprender para ser una persona de provecho, algo que tampoco sabía lo que significaba. Más abajo, casi en la parte inferior, había unas teclas del mismo blanco apagado de la caja y sobre ellas más garabatitos. 

Al chico le pareció que Segundo y su padre hablaban de algo así como el «arradio», una palabra que nunca había oído, aunque supuso que se referían a aquella caja situada a su lado sobre el banco de piedra. En los extremos de la parte frontal del artilugio había unas ruedecillas también de blanco mate que Segundo hizo girar con sus gruesos dedos. Primero movió la de la izquierda y el chico observó asombrado que la banda roja se iluminaba durante unos segundos y de la caja empezaba a salir un zumbido que le recordó a los abejones cuando volaban de flor en flor. Con la faja roja bien iluminada, Segundo giró ahora la ruedecilla de la derecha: una rayita vertical se empezó a mover de izquierda a derecha y de la sorprendente caja surgieron soplidos, pitidos, chisporroteos y chasquidos, que le hicieron temer que el aparato empezara a arder allí mismo. 

Pero lo más asombroso fue que, de buenas a primeras, en el interior de la caja se escuchó con toda claridad la voz de un hombre y enseguida una canción que alegró el patio y dejó al chico más perplejo aún. Instintivamente miró hacia el camino, pensando que tal vez se acercaba alguien hablando o cantando. Pero no tardó en darse cuenta de que los sonidos un poco asmáticos que le pareció salían de la caja, efectivamente salían de ella. Con mucho cuidado el vendedor ambulante ajustó la ruedecita de la izquierda hasta que se escuchó la canción más alto y casi sin molestos chisporroteos. Mientras, el padre contemplaba la operación sin abrir la boca y el chico pensó que estaba tan sorprendido como él ante aquel artilugio parlante y cantante.

Segundo le dio algunas indicaciones al padre del muchacho sobre el funcionamiento del misterioso aparato y le invitó a que probara para que aprendiera a hacerlo hablar y cantar. También le explicó algo sobre unas pilas, pero el chico no entendió a qué se refería. Al parecer a su padre la gustó el artefacto porque sacó del bolsillo unos trozos de papel de colores doblados por la mitad y se los entregó a Segundo, quien los hojeó con cuidado y se los guardó en su bolsillo. El chico supuso que serían las famosas «4.000 pesetas» que tenía que darle a cambio del «arradio» y que los dos hombres sellaron con un nuevo apretón de manos.  

Segundo aparejó la carga sobre el animal y, después de despedirse, se alejó silbando por el camino del barranco. El padre del chico levantó la caja  parlante del muro y con el máximo cuidado la llevó a la habitación en la que se recibían las visitas, a las que se solía ofrecer una copita de anís dulce con galletas. Después de que su padre colocara la caja sobre una cómoda alta en la que se guardaba ropa, su madre abrió un cajón del mueble y sacó una tela bordada con calados y la tapó para que no «cogiera polvo», según dijo. El chico pensó que también el paño también le vendría bien para no acatarrarse, como le sucedía a él cuando se mojaba. 

Una vez en su trono la caja habladora, los padres del muchacho le advirtieron con mucha seriedad que solo ellos la podían encender y apagar para que no se estropeara. También le dijeron que les había costado un gran esfuerzo comprarla y debía durar muchos años. Añadieron que no se podía tener en marcha todo el día porque se le gastaban las «pilas», palabra que el chico escuchaba por segunda vez ese día, y también costaba dinero comprar unas nuevas. 

Al muchacho le hubiera gustado poder mover las ruedecitas del aparato para comprobar si también era capaz de hacer que hablara y cantara como había hecho el vendedor. Sin embargo, tuvo que conformarse con contemplarlo desde lejos sobre su pedestal de madera y esperar con paciencia a que las manos de su padre o de su madre le volvieran a dar vida. 

III

Al principio el aparato solo recobraba la vida unas pocas veces al día, a media mañana para escuchar las canciones de los «discos dedicados», por la tarde para lo que su madre llamaba «la novela» y, por la noche, para lo que su padre mencionaba como «el parte». La «novela» y «el parte» era obligatorio escucharlos en absoluto silencio, lo que provocaba alguna que otra trifulca casera si alguien osaba romperlo aunque solo fuera para estornudar o toser. Aparte de esos tres momentos, el «arradio» permanecía hierático y mudo sobre la cómoda, cubierto con su guardapolvo bordado. 

Unos pocos años después la familia cambió de domicilio y con ella se mudó también la caja parlanchina. En su nuevo hogar dejó de estar sobre la alta cómoda a la que el chico nunca llegaba por más que lo había intentado en ausencia de sus padres, y ocupó una esquina de la amplia mesa de la cocina. Allí sí le era posible alcanzarla y hacerla hablar, aunque siempre vigilado por sus padres. Así, el «arradio» pasó a estar aún más presente en la vida de la familia, que ya lo encendía con más frecuencia. El chico imaginó que tal vez las «pilas» eran más baratas o duraban más que las primeras, aunque lo cierto es que el aparato permanecía encendido casi todo el día sin que su padre se quejara mucho de aquel dispendio. 

Con el paso del tiempo el joven había empezado a comprender el significado de palabras o frases como «discos dedicados» o «la ronda», programas que oía casi a diario. Consistía en pedir por carta a la caja cantora que sonara una canción para dedicársela a alguien que se casaba, que había sido padre o madre o que había aprobado el carné de conducir; o, lo que también era habitual, para decirle con música que la pretendía como novio o novia. Las voces que hablaban en la caja decían el nombre de quien pedía la canción, a quién se la dedicaba y el motivo e inmediatamente sonaba la canción. Escuchando los «discos dedicados» o «la ronda», el chico estaba seguro de que músicos y cantantes vivían dentro de la caja prodigiosa para salir a cantar siempre que se les llamara por su nombre.  

Su buena memoria le permitió aprender en poco tiempo el nombre de muchos cantantes y la letra de canciones que no olvidó con el paso de los años. Tampoco tardó en entender a qué se refería su madre cuando pedía absoluto silencio para escuchar «la novela». A él, aquellas historias le sonaban tristísimas, con sus huerfanitas maltratadas por hombres malvados y madrastras brutales, aunque no faltaban personas cariñosas que siempre se ponían de parte de la heroína. A la hora de «la novela» se suspendía toda actividad doméstica en la casa: ni se barría ni se cocinaba ni se fregaba para evitar cualquier ruido. En más de una ocasión el muchacho observó extrañado que su madre soltaba alguna que otra lágrima, seguramente conmovida por las desdichas, sufrimientos y alegrías de "Lucecita" o "Simplemente María" o "Ama Rosa".  

Para su padre todo aquello eran ñoñerías impropias de personas hechas y derechas, pero no tenía más remedio que aguantar y esperar en silencio a que terminara el capítulo para reanudara las tareas domésticas. De la caja parlante lo único que de verdad despertaba su interés era «el parte», que escuchaba sin falta cada noche después de cenar y rezar el rosario, otra obligación diaria ineludible. Cuando sonaba la estridente musiquilla que le daba paso el silencio se debía cortar con un cuchillo, como mínimo igual que el que se exigía para «la novela», o de lo contrario podían saltar chispas domésticas.  

Ni «la novela» ni «el parte» eran lo que más le gustaba al muchacho: de la primera comprendía muy poco y del segundo nada de nada: pantanos, recepciones, ministros, sección femenina, inauguraciones, planes de desarrollo, rojos o rusos no tenían significado para él, aunque parecía que su padre sí se lo encontraba y de ahí seguramente su empeño en no perder detalle. A él lo que le divertía y con lo que más disfrutaba era con las canciones, que cantaba a voz en grito cuando creía que ningún adulto estaba escuchando. 

Su tiempo libre, que era casi todo el día, lo repartía entre sus escasas obligaciones domésticas,  sus correrías por el campo y escuchar el «arradio», aunque cada vez era a esta última actividad a la que más tiempo dedicaba. Como no se podía llevar la caja habladora con él, por más que le hubiera gustado, pasaba horas enteras escuchando y aprendiendo canciones, memorizando el nombre de las voces e imitando letrillas como la de «yo soy aquel negrito del África tropical, que cultivando cantaba la canción del Cola - Cao». Lo de «¡Cuate, aquí hay tomate!» siempre le hacía gracia y, aunque no tenía ni idea de qué era un «cuate», lo repetía a cada momento hasta enfadar a su madre con la gracia. 

Si alguien le hubiera preguntado por lo que más le gustaba escuchar se habría visto en un apuro: las canciones eran irrenunciables y las letrillas de los anuncios también le encantaban porque eran divertidas y fáciles de recordar. Sin embargo, al mismo nivel que esas dos cosas, habría colocado los cuentos, de los que también había aprendido ya varios a fuerza de escucharlos. Aquellas historias de animales habladores y aventureros, niñas inocentes perdidas en el bosque, lobos feroces y embusteros, brujas desgreñadas y ogros tragaldabas, que nunca conseguían salirse con la suya a pesar de emplear todas sus malas artes, le mantenían pegado a la caja mágica. 

En su memoria tenía fielmente registrados de principio a fin las historias de "Pulgarcito", "Garbancito", "Alí Babá y los cuarenta ladrones", "Blancanieves y los siete enanitos", "Los tres cerditos", "El gato con botas", "Caperucita", "El gallo Kiriko" o "El mono titiritero". Para él, aquellas aventuras eran tan interesantes como «la novela» para su madre o «el parte» para su padre y requerían el mismo silencio absoluto, aunque por desgracia casi nunca le hacían caso. 

Pero si aquellos cuentos, cuyos personajes también imitaba, le dejaban embobado, los partidos de fútbol de los domingos eran el momento más esperado de la semana. Lo más parecido a un balón que había visto era una bola de trapos y los Reyes Magos aún tardaron algún tiempo en traerle el uniforme de la Unión Deportiva Las Palmas, su equipo favorito; tampoco sabía bien cómo era en realidad un campo de fútbol ni tenía claro cuándo era falta, «offside» - a él siempre le sonaba «orsai» -, penalti o córner, pero no tenía dudas de que el árbitro siempre  perjudicaba a su equipo cuando jugaba con los grandes. 

Sin embargo, todo eso le importaba poco: con algunos cromos de futbolistas que su madre le había comprado en la tienda del pueblo y, sobre todo, con los locutores que cantaban los partidos más que contarlos, se imaginaba los detalles sin apartarse demasiado de lo que ocurría realmente. Así fue naciendo en él una afición apasionada por el fútbol que ya no dejó de sentir nunca, aunque con épocas más apasionadas que otras.

Al igual que con las canciones o los cuentos, pronto sintió también el deseo de aprender a cantar los partidos como los locutores que le alegraban las tardes del domingo con las gestas y miserias de aquellos héroes de pantalón corto, muchos de los cuales ya formaban parte de su imaginario particular de mitos. Aprendió que le bastaba con dejar volar la imaginación para ver campos de fútbol rebosantes de aficionados entonando cánticos entusiastas, jugadores alineados en el círculo central con sus resplandecientes uniformes, árbitros y jueces de línea de negro riguroso y locutores a pie de campo contando aquel magnífico espectáculo a quien tuviera una caja maravillosa como la de sus padres. 

Con todo aquel material y su fecunda imaginación componía programas completos en los que se alternaban canciones, cuentos, anuncios de publicidad y partidos de fútbol. Una caña seca o un palo y algún cacharro doméstico, desvencijado y oxidado, le servían y bastaban a modo de batería para el acompañamiento musical, enriquecida en los momentos de mayor inspiración con silbidos y sonidos de trompetilla que producía con los labios y que venían a integrar la necesaria sección de vientos de su orquestina, para él la mejor y más afinada del mundo. Cuando se cansaba o se tenía que ocupar por fin de sus obligaciones, daba cortésmente las gracias a los oyentes por su atención y despedía el programa hasta el día siguiente.  

IV

Lo que no había averiguado y más le intrigaba era dónde estaban la gente y los cantantes que escuchaba en la caja parlanchina, desde qué rincón hablaban o cantaban para que él los pudiera escuchar. Él era un chico curioso y quería saber cómo era el «arradio» por dentro, saber si tenía casas pequeñitas en las que vivían aquellas personas que también tendrían que ser pequeñitas para caber en ellas. Todo aquello le intrigaba y no paraba de darle vueltas en su imaginación. Cuando las voces y la música perdían fuerza y claridad había visto que su madre manipulaba la parte trasera del aparato sosteniéndolo por una ranura. Casi al instante la caja resonaba otra vez con la misma claridad de antes y su madre la volvía a colocar cuidadosamente en su sitio. El chico tuvo una idea que pensó le ayudaría a resolver aquel misterio: se preguntó si podría acceder al interior de la caja a través de aquel hueco, pero aunque introdujo su pequeña mano solo consiguió que entraran un poco las puntas de los dedos. Después de varios intentos sin resultados prácticos decidió darse por vencido: al parecer no había manera de poder tocar a los seres que habitaban en el interior para hablar con ellos y averiguar cómo eran y vivían. 

Cierto día que estaba sumido en estos pensamientos no se dio dando cuenta de que algo prodigioso sucedía ante sus ojos. Cuando por fin reparó en el prodigio observó maravillado una mano que salía del hueco por el que él había intentado introducir la suya y le hacía señas con un dedo para que se acercara. El chico se restregó los ojos pensando que soñaba, pero la mano seguía allí y el dedo continuaba indicándole que se aproximara a la caja sonora, como si quisiera decirle algo al oído. Al fin hizo caso de la muda llamada y avanzó con algo de recelo y temor hacia la mesa de la cocina. Cuando estuvo todo lo próximo que su prudencia le aconsejaba, acercó el oído al aparato y contuvo la respiración: el corazón le botaba con tanto ruido que temió no escuchar lo que al parecer alguien que estaba dentro de la caja quería decirle en secreto. 

La misteriosa mano desapareció dentro de la caja y el chico pudo escuchar una voz de hombre que le llegaba desde el interior; pero aquella no era una voz como las que estaba a escuchar todos los días, sino más cercana y natural, sin soplidos ni desabridos ruidos de fondo. 

—Te venimos observando desde hace tiempo y parece que te gusta mucho escucharnos —dijo la voz con una claridad que al chico le sorprendió—. También sabemos que te diviertes imitándonos y cantando las canciones que escuchas en la «radio». 

El chico no supo contestar: no sabía si la voz escucharía lo que el dijera y, sobre todo, no sabía qué decir. Se preguntó cómo era posible que alguien a quien no conocía supiera tanto de él e incluso sintió un poquito de vergüenza. Por fin se animó a decir algo, más bien para comprobar si su voz era escuchada dentro de la caja parlante como él escuchaba la que llegaba desde ella. 

—Escuchar canciones y cuentos es lo que más me gusta —dijo el chico que, entre la timidez y la sorpresa apenas se le escuchaba—. Como no tengo juguetes, oyendo canciones y cantándolas lo paso muy bien —añadió empezando a animarse a hablar—.

 —Lo que dices es muy bonito y te lo agradecemos mucho —respondió la voz invisible—. ¿Cómo te llamas?

—Jorge, aunque en mi casa me suelen llamar Jorgito porque soy pequeño.

—Yo me llamo Arturo y me puedes considerar tu amigo —respondió la voz—. Aunque en realidad ya lo somos si contamos el tiempo que nos llevas escuchando.

A Jorge se le volvió a desbocar el corazón: Arturo era una de las voces que más le gustaban de las que salían por lo que había llamado la «radio», que el muchacho supuso sería lo mismo que en su casa llamaban el «arradio». Ahora que podía hablar con Arturo se preguntaba cómo sería: ¿alto o bajo? ¿gordo o flaco? ¿moreno o rubio? Absorto en estos pensamientos no escuchó que Arturo preguntaba algo desde su escondite.

—¿Sigues ahí, Jorge?

—¡Sí, te escucho! —respondió el chico saliendo del ensimismamiento. 

—Pensé que te habías marchado sin decir nada. Te preguntaba si te gustaría conocernos y ver la radio por dentro; hasta podrías hablar o cantar una canción para que la escuchen tus padres o tus amigos. ¿Qué dices? 

La impresión de Jorge no tenía nada que ver con la que sintió cuando la mano le había dicho que se acercara a la radio, ahora sí se había quedado de piedra: tenía a su alcance un sueño que siempre había pensado inalcanzable. 

—¿Jorge? ¿Sigues ahí? —insistió su nuevo amigo—.

—¡Sí, estoy aquí!

—¿Te animas a entrar en la radio? —preguntó Jorge de nuevo—.

—Me gustaría mucho pero no sé si mis padres me dejarán —respondió el chico, que no quería que le riñeran por irse con un desconocido sin decir nada—. ¿Cuánto se tarda? —quiso saber—.

—No mucho, una media hora más o menos —respondió Arturo—.

—¿Qué tengo que hacer? 

—Es muy sencillo —dijo la voz llamada Arturo —. Solo tienes que cerrar los ojos y decir unas palabras mágicas. Si las dices sin equivocarte enseguida nos conoceremos personalmente y podremos dar una vuelta por la radio. ¿Preparado?

—¡Preparado! —dijo el chico, al que el corazón se le había subido ahora a la garganta y le dificultaba la respiración—.

—Presta atención, allá van: Radio Radiuna, como tú ninguna. Ahora las tienes que aprender bien y decirlas igual para poder entrar en la radio —le advirtió Arturo—. Avísame cuando estés preparado.

Jorge estaba tan nervioso que tenía miedo de no recordar las palabras, aunque no le parecían difíciles: él se sabía algunos trabalenguas mucho más complicados como el de el cielo está enladrillado, quién lo desenladrillará...Se dijo que si fracasaba no conocería a Arturo ni a las otras voces que escuchaba en lo que ahora llamaba «radio», ni vería de cerca a los cantantes cuyas canciones había aprendido. Pensando en todo lo que se perdería, hizo un gran esfuerzo de concentración y repitió para sus adentros la fórmula mágica antes de decirla en voz alta, así se aseguraba de no equivocarse: radio radiuna como tú ninguna.  

Convencido de que la podría decir sin trabarse, llamó a Arturo: 

—Ya estoy preparado.

—¡Estupendo! —respondió Arturo—. Tienes que decirlas alto y claro cuando cuente tres. Preparado: uno, dos, tres...

—¡Radio radiuna, como tú ninguna! —dijo Jorge con toda la fuerza que pudo.

Nada más pronunciarlas, la habitación se iluminó unos instantes con una potente luz blanca que el chico no había visto nunca. Cuando el resplandor se apagó, la modesta cocina había desaparecido y ahora se encontraba en una habitación en la que todo era nuevo y extraño: no estaban la mesa y las sillas ni el armario con los platos y las golosinas, que su madre guardaba bajo llave, ni el fregadero; y lo más curioso, también había desaparecido la radio. Jorge supuso que si no la veía por ningún lado era porque estaba dentro de ella y cómo va a uno a ver algo si está en su interior. Se fijó entonces por primera vez en el hombre que tenía ante él: más bajo que alto, más delgado que grueso y más moreno que rubio. Si era Arturo no era como lo había imaginado, pero al chico eso no le preocupaba. Fue el hombre quien le sacó de dudas: 

—¡Hola, Jorge, soy Arturo! —dijo el hombre—. ¡Bienvenido a la radio, estás en tu casa! 

V

Jorge ni siquiera escuchó la bienvenida, estaba tan atónito ante lo que tenía delante de sus ojos que no era capaz de articular palabra: intentaba comprender y asimilar lo que veía pero era todo tan desconocido que no sabía cómo nombrarlo. Lo primero que le llamó la atención fue la potente luz de la habitación, procedente de unas bolitas resplandecientes que colgaban del techo. Era tan clara que si le hubieran preguntado si era de noche o de día no habría sabido responder. Jorge reparó en que su amigo seguía de pie junto a él, esperando con paciencia que asimilara lo que estaba viendo, para explicarle la radio por dentro.

—Vamos a conocer a los locutores y el sitio desde el que hablamos todos los días. ¿Vienes? —le invitó su amigo—.

Jorge no respondió, solo se dejó tomar de la mano y avanzaron por un pasillo largo con habitaciones a ambos lados, desde las que el chico escuchó que le saludaban llamándole por su nombre: 

 —¡Hola, Jorge —dijo alguien desde una de aquellas habitaciones—, gracias por venir a vernos! Teníamos muchas ganas de conocerte. 

El chico no podía creer que aquellas personas supieran también cómo se llamaba. 

—¿Por qué me conocen si nunca había estado en la radio? —le preguntó a su amigo Arturo. 

—En la radio nos gusta conocer a quienes nos hacen el honor de escucharnos todos los días, como tú —respondió Arturo—. Eso fue lo que hizo que nos preguntáramos quién eres y, al ver que te gusta tanto la radio, decidimos invitarte a que la veas por dentro. 

Jorge no entendió del todo la respuesta: por ejemplo, no comprendió lo que significaba "hacer el honor", pero supuso que era algo bueno y se sintió feliz, aunque aún seguía bastante azorado. Después de recorrer el pasillo entraron en una habitación algo más pequeña pero también muy bien iluminada. Se diferenciaba de las otras en que estaba llena de aparatos con luces rojas, blancas y verdes por todos lados, que hicieron que el chico volviera a quedarse embobado y se preguntara qué eran y para qué servían. En una de las paredes de la habitación había una amplia ventana a través de la que se veía a un hombre y a una mujer sentados a una mesa, con algo puesto en la cabeza que Jorge tampoco había visto nunca. Aquellas personas parecían estar hablando y, de hecho, en la habitación en la que se encontraba con Arturo se escuchaban claramente unas voces como las que salían por la caja habladora que había en su casa. 

Cuando hablaban miraban a una especie de tubos que tenían enfrente y de vez en cuando hacían señales moviendo las palmas de la mano arriba o abajo o señalando con el dedo hacia la habitación en la que se encontraba el chico. Fue en ese momento cuando Jorge cayó en la cuenta de que frente a todos aquellos aparatos con lucecitas había otro hombre sentado que manipulaba ruedas, palanquitas y botones sin perder de vista a las personas que estaban detrás de la ventana. 

—¡Hola, Jorge, bienvenido a la radio! —dijo el hombre, que ni siquiera se volvió para mirarle. 

Jorge miró a Arturo como preguntándole quién era aquel señor y qué era lo que estaba haciendo. Su amigo no necesitó más para comprender lo que quería saber: 

—Se llama Andrés y es el técnico de sonido —dijo Arturo—. Él es quien se encarga de que todo lo que se diga en el «estudio» se pueda escuchar en muchas casas como la tuya a través de la radio. 

Arturo hablaba bajito para no molestar a Andrés quien, aún así, levantó la mano para pedir silencio. Jorge observó que después movió uno de los botones de un aparato situado sobre la mesa que tenía a su derecha y un disco con un letrerito amarillo y redondo en el centro se puso en movimiento; el técnico llevó la mano a un brazo metálico situado a la derecha del disco y lo colocó con cuidado en el borde, al tiempo que detenía el giro del disco con el dedo gordo. Al chico le dejo perplejo que el hombre hiciera aquellos movimientos sin haber mirado lo que hacía, como si tuviera un ojo lateral. 

En realidad, el técnico nunca había dejado de mirar a las dos personas sentadas detrás de la ventana, como si esperara una señal suya. Justo en ese momento Jorge vio que una de aquellas personas levantaba un dedo y lo hacía girar en el aire: inmediatamente Andrés quitó el dedo que frenaba el disco y en la habitación se empezó a escuchar una alegre melodía, que el chico habría cantado allí mismo si no le diera tanta vergüenza hacerlo ante personas con las que no tenía confianza. Lo que no consiguió ver por ningún lado fue dónde estaban los cantantes y los músicos, y aunque miró con atención a través del cristal, no vio más que a las dos personas de antes. Allí había gato encerrado o algún truco, pensó.  

—¡Qué cosa más rara! —dijo para sí—. ¿Dónde estarán los que cantan?

También había visto encendida una brillante luz roja situada sobre la ventana, que se había apagado cuando empezó la canción. A las personas del otro lado del cristal se las veía ahora más relajadas y hablando entre ellas, e incluso se habían quitado aquellos objetos extraños que llevaban en la cabeza y que Jorge se preguntaba para qué servían. El muchacho miró de nuevo a su amigo y éste volvió a comprender de inmediato. 

—El control ha puesto un disco en el que está grabada la canción que estamos escuchando —dijo Arturo—. A lo mejor creías que los cantantes y los músicos estaban aquí, pero eso solo ocurre algunas veces cuando actúan «en directo». Lo bueno de que tengamos un disco es que podemos poner las canciones siempre que nos las pidan aunque los cantantes no puedan venir. ¿No te parece? —preguntó—.

Aunque Jorge no supo qué responder, se sintió algo decepcionado al saber que no podría conocer a los cantantes de los que se sabía todas las canciones que escuchaba en la radio. Tal vez tuviera oportunidad en otra ocasión si tenía oportunidad de volver. 

—¿Te gustaría entrar en el «estudio»? —preguntó Arturo—.

Jorge supuso que cuando Arturo hablaba del «estudio» se refería a la habitación situada detrás del cristal. Esto significaba que a lo mejor él también podría hablar ante los tubos si se lo pedía a su amigo y le escucharía mucha gente en todas partes. Jugar a «hablar por la radio» era una de las cosas que más le gustaba, pero hacerlo de verdad sería como cumplir un sueño que siempre le había parecido muy difícil de alcanzar. Claro que una cosa era usar una caña como micrófono - que supuso eran los tubos que había en la mesa del estudio - y otra diferente abrir la boca sabiendo que miles de personas estarían pendientes de lo que dijera y de cómo lo decía. Tampoco sabía qué le preguntarían las personas del estudio: ¿y si no sabía la respuesta? ¿y si se equivocaba al contestar o se ponía a tartamudear?

Jorge se debatía entre ser valiente y cumplir el sueño de «salir por la radio» de verdad o irse corriendo de allí. El problema es que no sabía cómo podría volver a su casa, aunque pensó que tal vez lo podría conseguir repitiendo las palabras mágicas que Arturo le había enseñado. Fue precisamente su amigo quien lo sacó de nuevo de sus cavilaciones, haciéndole otra vez la misma pregunta: 

—¿Te animas a entrar?

—Sí, vamos —fue la escueta respuesta del muchacho, que ya había decidido no dejar pasar la oportunidad de decir sus primeras palabras ante un micrófono de verdad. 

—Una cosa antes de entrar —le advirtió Arturo, con una mano ya sobre el picaporte de la puerta del estudio—, cuando estemos dentro hay que guardar el máximo silencio y hablar solo cuando nos pregunten los compañeros. ¿De acuerdo?

Jorge asintió con la cabeza mientras seguía pensando en qué le preguntarían y si sabría responder. Arturo abrió la puerta sin hacer ruido y ambos pasaron a la habitación que, vista desde dentro, al muchacho le pareció algo extraña. El suelo era mullido y, cuando caminaba sobre él, no se oían los pasos; además, las paredes y el techo parecían de cartón. Arturo le explicó más tarde que tanto el suelo como las paredes eran así para amortiguar los ruidos y que las voces se escucharan con claridad en la radio. 

Sobre la mesa Jorge vio cuatro tubos que dedujo eran micrófonos por los que circulaban las voces de los locutores, aunque no comprendía cómo aquellos artilugios aparentemente simples llevaban esas voces desde aquella habitación hasta su casa. Tendría que preguntárselo también a Arturo. Encima de la mesa vio una bola no muy grande que justo en aquel momento se iluminó de rojo. Jorge observó que Arturo le pidió de nuevo con el dedo sobre los labios que guardara silencio y el chico contuvo la respiración. 

—Están ustedes escuchando «Discos Dedicados», el programa de Radio Radiuna que está en su sintonía de lunes a viernes a esta hora —dijo el hombre con entusiasmo.

—La siguiente petición nos la envía Francisco Molina desde Llano del Poleo —ahora era la mujer la que hablaba y Jorge reconoció enseguida aquella voz como una de las que más le gustaban—.  Le quiere dedicar esta bonita canción a su esposa Isabel por el décimo aniversario de su matrimonio. ¡Felicidades a los dos!

—La canción que Francisco le dedica a su esposa es «La novia», interpretada por Antonio Prieto —dijo ahora el hombre, al tiempo que levantó la mano y con el dedo índice hizo círculos en el aire como la vez anterior—. 

La luz roja se apagó y el hombre y la mujer se levantaron y fueron a donde estaban Arturo y Jorge, al que le temblaban un poco las manos y las piernas: aunque le producía pánico que le preguntaran algo que no supiera responder, también deseaba hablar con aquellas dos personas y preguntarles muchas cosas sobre lo que debía hacer para hablar en la radio. Pero se había vuelto a perder en sus ensoñaciones y apenas escuchó cuando Arturo le presentó a sus compañeros.

—Buenos días, Arturo —dijo el hombre—, ¿nos presentas al nuevo locutor?

—Se llama Jorge y le gusta mucho la radio, todos los días se pasa horas enteras escuchándonos. Dice que no se pierde ningún programa, pero que los que más le gustan son los que ponen canciones alegres. ¿Es así, Jorge? —le preguntó Arturo—.

El chico asintió de nuevo con la cabeza, incapaz de abrir la boca.

—Te presentó a dos de nuestros locutores más famosos —siguió Arturo—. Él es Ernesto y ella es Lola y los dos presentan todos los días los «Discos Dedicados», aunque seguro que tú ya lo sabías. 

—¡Hola! —dijo el chico con un hilito de voz que apenas escuchó él. Sin darse cuenta estaba comparando el aspecto de Ernesto y Lola con el que se había imaginado de ellos cuando los escuchaba en la radio y no le encajaban. Había dado por hecho que Ernesto sería alto, más bien delgado y muy moreno pero era bajito, con la piel sonrosada, ojos azules y pelo rubio. Pero tenía una voz que al chico le encantaba tanto que la imitaba cuando jugaba a «salir por la radio». Y eso era lo que realmente le importaba. 

Lola era una mujer alta, esbelta, morena y de ojos verdes, también el aspecto opuesto al que él le suponía cuando la escuchaba. Pero eso era también lo de menos, lo que más le gustaba era su voz cercana y como aterciopelada, un poco oscura pero clara y envolvente. Como Ernesto también la utilizaba subiendo y bajando la entonación para transmitir pena, alegría, dolor o entusiasmo. Escuchando a los dos no solo era posible ver con la imaginación sino sentir también alegría, pena, entusiasmo o tristeza. 

Jorge se prometió que haría todo lo necesario para conseguir algún día sentarse ante uno de aquellos tubos y dirigirse a miles de personas como hacían Ernesto y Lola cada día. Arturo acudió de nuevo en su rescate agarrándole suavemente del brazo:

— Ernesto y Lola quieren saludarte «en antena» —dijo su amigo—. Vamos a sentarnos con ellos en la mesa del estudio. 

Jorge no necesitó que Arturo le explicara lo que significaba «en antena», sabía que estaba a punto de llegar la hora de la verdad: le preguntarían algo y él tendría que responder sin equivocarse y hablando claro. Sacó todo el valor que le quedaba en un día lleno de sensaciones tan maravillosas como inesperadas y asintió una vez más moviendo la cabeza arriba y abajo. Cuando se quiso dar cuenta ya estaba sentado frente a Ernesto y Lola. Su anfitrión le había puesto en la cabeza aquel extraño aparato que llevaban los locutores y se lo había ajustado para que le tapara bien las orejas: Jorge sintió como si estuviera en un cuarto sellado al que no podía llegar ningún sonido del exterior. 

—Son los auriculares —le explicó Arturo—, con ellos podrás escuchar mejor cuando te pregunten. 

¡Confirmado, no se iba a librar de las preguntas! A Jorge la palabra «preguntar» le produjo una sensación parecida a cuando le dolía la barriga, hasta el punto de que se la apretó con una mano buscando que se le pasara. No tuvo éxito, la molesta sensación no se quería ir. En ese momento se volvió a iluminar en rojo el bombillo colocado en el centro de la mesa y a través de lo que Arturo había llamado los «auriculares» le llegó la voz, fuete, clara y bien timbrada de Ernesto.

—Señores oyentes —dijo—, hacemos un pequeño paréntesis en los «Discos Dedicados» para saludar en directo a un joven oyente, que nos escucha todos los días y que hoy nos hace el gran honor de acompañarnos en el estudio.


VI 


Jorge se debatía entre levantarse y salir corriendo, meterse debajo de la mesa o aguantar y responder lo mejor que supiera: llegó a la conclusión de que la primera opción le habría dejado en mal lugar ante su amigo Arturo y la segunda no habría servido de nada. ¡Ánimo y suerte!

—¡Hola, bienvenido!  —le saludó Lola—. ¿Cómo te llamas?

—Jorge —respondió el chico casi en un susurro—.

—No te hemos oído —dijo Lola—, habla más fuerte para que puedan escucharte y conocerte los oyentes. 

 —¡Jorge! —dijo ahora el muchacho con un poco más de determinación—.

—¿Cuántos años tienes, Jorge? —preguntó Ernesto—.

El chico miró a Arturo como pidiendo ayuda una vez más, pero su amigo se encogió de hombros y le hizo un gesto para que mirara al micrófono y contestara. 

—Mi madre dice que, si me preguntan, diga que tengo cinco años —respondió Jorge, haciendo de nuevo un gran esfuerzo para hablar. Le daba mucha rabia que allí casi no le salieran las palabras y, cuando jugaba a «hablar por la radio», le escuchaban alto y claro hasta los vecinos que vivían más alejados de su casa. 

—Nos hemos enterado que te gusta mucho la radio, Jorge. ¿Es verdad? —preguntó Lola de nuevo—.

—Sí, me gusta mucho —fue lo único que acertó a decir. El enfado consigo mismo seguía sin dar resultados. 

—¿Te gustaría ser locutor cuando seas mayor? —ahora fue Ernesto quien preguntó—.

  —Sí —nuevo monosílabo. 

—Parece que nuestro joven amigo es aún un poco tímido, pero seguro que con el tiempo lo superará —dijo Ernesto—. ¿Por qué te gusta tanto la radio?.

Largo silencio...

—Estamos esperando, Jorge —dijo Ernesto, sonriéndole—.

—Me divierto mucho cuando «hablo por la radio» y me imagino que me están escuchando muchas personas a las que les cuento noticias y les canto canciones —Jorge se asombró de sí mismo, había conseguido decir una frase larga sin que se le hiciera un nudo en la garganta ni le temblara demasiado la voz. La experiencia le estaba gustando cada vez más—.

—Eso es muy bonito, Jorge —dijo Lola—, te deseamos mucha suerte y ven por la radio siempre que quieras, esta también es tu casa desde hoy. Gracias por la visita y por escucharnos todos los días. En agradecimiento te queremos obsequiar con la canción que nos pidas. 

Jorge se bloqueó de nuevo: en su mente había un montón de canciones, cualquiera de las cuales le hubiera gustado escuchar en aquel instante. 

—Vamos, decídete, que Andrés está esperando para encontrarla —le apremió amablemente Ernesto—.

—¿Podría ser un cuento? —preguntó Jorge—.

—¡Un cuento! —dijo Lola, un poco sorprendida—. ¿Qué cuento te gustaría escuchar?

—"Alí Babá y los cuarenta ladrones" —respondió el chico. 

Aquel era uno de sus cuentos preferidos, con su musiquilla oriental, los ladrones llegando a uña de caballo a la puerta de la gruta en la que escondían el producto de sus robos y con Alí Babá pronunciando las palabras mágicas para que la gran losa de piedra se abriera. Recordó que él también había entrado en la radio gracias a las palabras mágicas que le había enseñado Arturo, lo que le llevó a pensar que las palabras bien pronunciadas tienen mucha fuerza. Si Ernesto o Lola se lo hubieran pedido habría gritado con entusiasmo aquello de "¡Ábrete, Sésamo!" y "¡Ciérrate, Sésamo!".  

—Señores oyentes, a petición de nuestro joven amigo Jorge, a continuación podrán escuchar el cuento infantil "Alí Babá y los cuarenta ladrones" —dijo Ernesto a modo de presentación, mientras levantaba la mano y hacia de nuevo círculos con el dedo índice en dirección a Andrés—.

Jorge no pudo terminar de escuchar el cuento, que por otro lado se sabía de memoria, porque Arturo le hizo señas de que debían salir del estudio para que Ernesto y Lola continuaran con su programa. El chico dijo adiós con la mano a sus dos nuevos amigos que correspondieron del mismo modo y acompañó a Arturo. Una vez de nuevo en la habitación de Andrés, Jorge respiró con fuerza para aliviar la tensión acumulada durante el tiempo que había estado en el estudio. Cayó entonces en la cuenta de que llevaba mucho tiempo fuera de casa y sus padres estarían preocupados y preguntando por él, como había ocurrido en otras ocasiones cuando se despistaba y se le hacía de noche jugando con sus amigos. 

—¿Por dónde puedo volver a mi casa? —preguntó a Arturo—.

—Es fácil, solo tienes que decir las palabras mágicas que te voy a enseñar y enseguida estarás en casa —respondió Arturo—. Si para entrar tuviste que decir Radio radiuna, como tú ninguna, ahora deberás decir Radiuna radio, en mi casa me hallo. ¿Las recordarás?

—Creo que sí —dijo el chico—. ¿Y puedo volver cuando quiera y hablar por la radio como hoy? —añadió, venciendo de nuevo su timidez—.

—¡Por supuesto! —respondió su amigo—. Solo tienes que recordar las palabras mágicas para entrar y no confundirlas con las que debes pronunciar para salir. 

—Puede que vuelva mañana, pero ahora me tengo que ir para que mis padres no se preocupen —anunció el muchacho—. Adiós y muchas gracias, me lo he pasado muy bien!

—¡Me alegro, Jorge! Pronuncia las palabras de salida y podrás volver enseguida a casa — señaló Arturo. 

¡Radiuna radio, en mi casa me hallo! —dijo Jorge con fuerza y determinación—.

Como por ensalmo se encontró de nuevo en la cocina de su casa: la caja habladora ocupaba su trono habitual sobre la mesa y el resto de los objetos cotidianos también estaba en su sitio habitual. Dio por sentado que nadie había notado su ausencia y respiró aliviado, se había librado de una regañina por desaparecer sin decir a dónde iba. Pero enseguida empezó a cavilar qué diría al día siguiente cuando volviera a la radio y se prometió que tenía que ser menos tímido y más lanzado cuando estuviera delante del micrófono. No tardó en imaginarse a sí mismo presentando discos y leyendo noticias, pero ante un micrófono de verdad y no ante una caña seca, y hasta ideando programas que tendrían muchos oyentes en todas partes. 

Cuando esa noche se fue a la cama repitió varias veces las palabras mágicas de entrada y salida de la radio para no olvidarlas nunca, algo que no se podía permitir. Luego se durmió y soñó que era un locutor famoso, al que saludaban por la calle y recibía cartas de todas partes pidiéndole canciones que él presentaba entusiasmado con una voz grave y profunda: 

—¡Señoras y señores, a continuación podrán escuchar a Palito Ortega interpretando «La felicidad»!. 

FIN

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©José Luis Díaz Ramos

  

Nos queda la palabra

Parafraseo en el título un poema de Blas de Otero que he recordado cuando pensaba en cómo iniciar este artículo. Comienza así: "Si he p...